16/6/11

“No quiero morir en un idioma que no puedo entender”. Alberto Manguel


Me abro paso entre la muchedumbre en la calle Florida, entro en la flamante Galería de Este, salgo por el otro lado, cruzo la calle Maipú y, apoyándome contra la fachada de mármol rojo que lleva el número 994, presiono el botón que indica 6° piso B. Entro en el fresco vestíbulo del edificio y subo seis pisos por escalera. Toco el timbre y abre la empleada pero, casi antes de que ella pueda invitarme a pasar, Borges asoma por detrás de una pesada cortina, manteniéndose de lo más erguido. Lleva un traje gris abotonado, una camisa blanca y una corbata apenas torcida, a rayas amarillas. Arrastra un poco los pies mientras se acerca. Ciego desde antes de la sesentona, se mueve de un modo vacilante, incluso un espacio que conoce tan bien como éste. Tiende su mano derecha y me da la bienvenida con un apretón distraído, deshuesado. Ya no hay más formalidades. Me da la espalda, lo sigo hasta el salón de estar y, una vez allí, se sienta erecto en el diván de cara a la entrada. Tomo asiento en el sillón a su derecha y él pregunta (pero casi siempre sus preguntas resultan retóricas): “Bueno, ¿y si leemos a Kipling esta noche?”...

...La última vez que le leí fue en 1968; su elección de esa noche fue el cuento de Henry James The Jolly Corner. La última vez que lo vi fue años más tarde, en 1985, en el sótano que hacía de comedor en L´Hôtel de París. Habló con amargura sobre la Argentina y dijo que aun cuando alguien dice que un lugar es el suyo y sostiene que vive allí, en verdad se está refiriendo no al lugar sino a un grupo de pocos amigos cuya compañía lo define como propio. Luego habló de las ciudades que consideraba suyas Ginebra, Montevideo, Nara, Austin, Buenos Aires y se preguntó (hay un poema en el que habla de esto) en cuál de ellas habría de morir. Descartó Nara, en Japón, donde había “soñado con una terrible imagen de Buda, a quien no vi sino toqué”. “No quiero morir en un idioma que no puedo entender”, dijo. No concebía por qué Unamuno había dicho que anhelaba la inmortalidad. “Alguien que desea ser inmortal debe estar loco, ¿eh?”.

La inmortalidad, para Borges, residía en las obras, en los sueños de su universo, y por eso no se sentía la necesidad de una existencia eterna: 

"El número de temas, de palabras, de textos es limitado. Por lo que tanto nada se pierde para siempre. Si un libro llega a perderse, alguien volverá a escribirlo. Eso debería ser suficiente inmortalidad para cualquiera".

Me dijo cierta vez al referirse a la destrucción de la Biblioteca de Alejandría:

"Hay escritores que tratan de reflejar el mundo en un libro. Hay otros, más raros, para quienes el mundo es un libro, un libro que ellos intentan descifrar para sí mismos y para los demás". Borges fue uno de estos últimos. Creyó, a pesar de todo, que nuestro deber moral es el de ser felices, y creyó que la felicidad podía hallarse en los libros. “No sé muy bien por qué pienso que un libro nos trae la posibilidad de la dicha”, decía. “Pero me siento sinceramente agradecido por ese modesto milagro”. Confiaba en la palabra escrita, en toda su fragilidad, y con su ejemplo nos permitió a nosotros, sus lectores, acceder a esa biblioteca infinita que otros llaman el Universo. Murió el 14 de junio de 1986 en Ginebra, ciudad en la que había descubierto a Heine y a Virgilio, a Kipling y a De Quincey, y en la cual leyó por primera vez a Baudelaire, a quien entonces admiraba (llegó a saber de memoria Las flores del mal) y de quien luego abominó. El último libro que le fue leído, por una enfermera del hospital suizo, fue el Heinrich von Ofterdingen de Novalis, que había leído por vez primera durante su adolescencia en Ginebra.

Estos no son recuerdos; son recuerdos de recuerdos de recuerdos, y los hechos que los justifican se han desvanecido, dejando apenas unas escasas imágenes, unas pocas palabras que ni siquiera estoy seguro de recordar con exactitud. “Me conmueven las menudas sabidurías / que en todo fallecimiento se pierden”, escribió sabiamente un joven Borges. El niño que trepaba los peldaños se ha perdido en algún punto del pasado, lo mismo que el viejo sabio que adoraba los relatos. Al viejo le gustaban las metáforas inmemoriables el tiempo como un río, la vida como un viaje y como una batalla y esa batalla y ese viaje han terminado para él, y el río ha arrastrado consigo cuanto hubo en esas tardes, excepto la literatura que (y él, en esto, citaba a Verlaine) es lo que queda después de que se ha dicho lo esencial, siempre fuera del alcance de las palabras.

La lectura llega a su fin. Borges hace un último comentario: sobre el talento de Kipling; sobre la sencillez de Heine; sobre la interminable complejidad de Góngora, tan diferente de la complejidad artificial de Gracián; sobre la ausencia de descripciones de la pompa en el Martín Fierro; sobre la música de Verlaine; sobre la bondad de Stevenson. Observa que todo escritor deja dos obras: lo escrito y la imagen de sí mismo, y que hasta la hora final ambas creaciones se acechan una a otra.

"Un escritor sólo puede anhelar la satisfacción de haberlo guiado a uno por lo menos hacia una conclusión digna, ¿eh?".

Y después, con una sonrisa: "¿Pero con cuánta convicción?”. Se pone de pie. Ofrece por segunda vez su mano anodina. Me acompaña hasta la puerta. “Buenas noches. Hasta mañana, ¿no?”, me dice, sin esperar respuestas. Luego la puerta se cierra lentamente.

2 comentarios:

  1. No cabe duda que la inmortalidad de una persona está en que tanto recuerdo tiene la humanidad de esta durante el tiempo

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  2. Gran escritor ,cuyo único y principal objetivo era revolucionar el mundo de la narrativa, con textos que marcaron una pauta en la historia de la literatura como lo fue “El Aleph”, aun recuerdo la primera vez que lo leí quede impresionada por el juego de ideas e historias fantásticas con la que te puedes encontrar, Quizás de los escritores que mas me gustan son Borges y Cortázar por el majestuosismo que llevan sus textos.

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