14/12/12

"Amour" de Michael Haneke


Tuve la oportunidad de ver anticipadamente Amour, película de este año, resultado de una coproducción francesa, alemana y austriaca; escrita y dirigida por el reconocido Michael Haneke; y con un reparto integrado por Jean-Louis Trintignant, Emmanuelle Riva, Isabelle Huppert, William Shimell, Rita Blanco y Laurent Capelluto.

Amour ha sido un suceso en los festivales europeos y estadounidenses. Entre otros, ganó la Palma de Oro del Festival de Cannes, los Premios del Cine Europeo, el del Círculo de Críticos de Nueva York y el National Board of Review. En otras palabras, parece la apuesta segura al Óscar a la mejor película extranjera.

En mi opinión, la avalancha de críticas positivas no es desproporcionada. Amour es una gran obra, de esas que nos ayudan a refrescarnos de los predecibles filmes estadounidenses y del cansino "nuevo cine mexicano".

Michael Haneke construye una bellísima película plena de humanidad, donde nuestro inevitable destino es el tema y la manera en que lo enfrentamos el argumento: quizá es una película de terror. Éste es uno de los muchos ángulos desde los que se puede vislumbrar, dado que podríamos valorarla desde el afecto, la soledad, la senectud y llegar a conclusiones diversas.

La historia es simple: el retrato de Georges y de Anne, un matrimonio octogenario. No deja de ser a grandes rasgos una fotografía sobre la vejez y la muerte, en un instante en que el deseo de vivir —o el miedo a no hacerlo— cobran una gran importancia. Esto ya vaticina un filme fuerte y difícil de ver. Amour nos acerca al día a día de esa unión, su complicidad, su cariño, sus disputas y, sobre todo, a la proximidad de la despedida. Lo cotidiano se transforma cuando los años cobran su precio y la enfermedad oscurece toda su existencia.

Como auditorio, visualizamos lo que sucede en el domicilio conyugal; somos infiltrados y testigos de lo más íntimo, dentro de un inusual nivel de verosimilitud, mismo que conecta directamente con lo más profundo de nosotros, no solo en lo emocional sino en lo visceral, logrando una catarsis que nos hace dejar la sala con un nudo en el estómago, y eso, en el mundo de hoy, tiene mucho mérito.

La conclusión reafirma que las mejores historias de amor son las que no tienen un final feliz, aunque éste se manifieste a través de la prueba más dura, más diáfana, más dolorosa y, de ahí su belleza, más plena de humanidad. 





13/12/12

Un ahorita tiene sesenta minutitos


Siempre me ha intrigado el uso que los mexicanos damos a la palabra ahorita. La ambigüedad del contexto, más la falta de concordancia entre el dicho y el hecho, hace que cada que la escucho, como consecuencia de un legítimo apremio de mi parte, termino envuelto en la dicótoma entre la próxima satisfacción de mis requerimientos o la sensación de que literalmente me vieron la cara.

Gramaticalmente, el contenido de la expresión es claro, por lo menos para la Real Academia de la Lengua, es decir, es un ahora mismo. Esta definición debería zanjar cualquier tipo de controversia; entonces, ¿por qué me siento timado cuando las cosas no suceden con la rapidez que marca la expresión?

En el Diccionario breve de mexicanismos de Guido Gómez de Silva no hallé mayor referencia, empero, en el Diccionario panhispánico de dudas aparece lo siguiente:

"Ahorita. Diminutivo de ahora, usado frecuentemente en el habla coloquial de amplias zonas de América: «Me encantaría, pero ahorita estoy apuradísimo» (Bayly Días [Perú 1996])...".

Esta variante del vocablo no resolvió mis dudas. Al contrario, parecería que en lugar de la inmediatez que señala la RAE, aquí debería entenderse una negación. ¿Eso significa que cuándo alguien la expresa, en esencia está diciendo que no lo va a hacer? Luego, ¿qué pasa si termina por hacerlo?

Tuve que recurrir a un medio poco ortodoxo para intentar despejar mi interrogante, "El chilangonario, vocabulario de supervivencia para el visitante de la Ciudad de México" de Alberto Peralta de Legarreta. En ese texto se apunta:

"Ahorita. dim. de ahora. En México, la palabra ahorita puede significar algo que se hará de inmediato, pero también es una expresión que no asegura cuándo sucederá; incluso se llega a utilizar el diminutivo del diminutivo —ahoritita— para indicar inmediatez. El uso irracional de un diminutivo en un adverbio de tiempo es quizá consecuencia de un afán del mexicano por ser amable. 

"1. Ahorita lo atiendo.

"—Podría pasar una hora antes de ser atendida. 

"2. ¡Levanta tus juguetes ahoritita mismo!

"—De inmediato, ya. 

"3. Ahorita no tengo ganas de hacer nada.

"—En este momento, el día de hoy. 

"4. ¡Ahorita voy!

"—En algún momento del día, no se sabe cuándo".

En conclusión, la oscuridad se mantiene. Puede que el ahorita del mexicano sea el primer caso de un oxímoron de una sola palabra. Es sintomático que en el curioso libro del maestro don Guillermo Colin Sánchez, "Así habla la delincuencia y otros más...", el asunto merezca dos entradas, una para "ahorita" y otra para "ahoritita". Quizá de ahí deriva mi sentimiento de que fui estafado.







5/12/12

"Para el creador nada es pobre, no hay lugares pobres ni indiferentes". Rainer Maria Rilke


Nada es peor que las palabras de la crítica para abordar una obra de arte. Las cosas no son tan decibles y comprensibles como generalmente se nos quiere hacer creer. La mayor parte de los acontecimientos son indecibles y tienen lugar en un ámbito en el que jamás ha penetrado palabra alguna. Y lo más indecible de todo son las obras de arte esas realidades misteriosas cuya vida perdura, al contrario que la nuestra, que se acaba... 

...Usted pregunta si sus versos son buenos. Me lo pregunta a mí. Antes ha preguntado ya a otros. Los envía a revistas. Los compara con otras poesías y se inquieta cuando algunas redacciones rechazan sus ensayos poéticos. Desde ahora (ya que me permite aconsejarlo), renuncie a todo eso. Su mirada está dirigida hacia fuera, y eso es precisamente lo que debe evitar en el futuro. Nadie puede aconsejarle ni ayudarle, nadie. Solo hay un camino: entre en usted. Investigue la causa que lo empuja escribir, examine si sus raíces se extienden hasta lo más profundo de su corazón. Reconozca si no preferiría morir en el caso de no poder escribir. Y sobre todo, en la hora más serena de la noche pregúntese: ¿siento verdaderamente la imperiosa necesidad de escribir? Ahonde en sí mismo en busca de una profunda respuesta, y si ésta resulta afirmativa, si puede responder a tan grave pregunta con un fuerte y simple “¡sí!”, entonces construya su vida de acuerdo con dicha necesidad. 

Su vida, hasta en los momentos más indiferentes e insignificantes deberá ser un signo y un testimonio de esa necesidad. Entonces, acérquese a la naturaleza. Intente expresar, como si fuera usted el primer hombre, lo que ve, lo que ama, lo que vive y lo que pierde, no escriba poemas de amor. Evite sobre todo las formas más corrientes y usuales, son las más difíciles, pues es necesaria una gran fuerza y madurez para poder dar algo propio en un campo donde existe una gran cantidad de buenas y en parte, brillantes tradiciones. Por ello, evite los grandes temas y vaya hacia los que la cotidianidad le ofrece; describa sus tristezas y sus deseos, los pensamientos que le vienen a la mente y su fe en alguna forma de belleza. Descríbalo todo con sinceridad humilde y serena, y utilice para expresarse las cosas que lo rodean, las imágenes de sus sueños y los objetos de sus recuerdos. Si su vida cotidiana le parece pobre, no la culpe, cúlpese usted de no ser lo bastante poeta como para encontrar sus riquezas. Para el creador nada es pobre, no hay lugares pobres ni indiferentes. Y aún si estuviera usted en una prisión, cuyos muros no dejasen llegar hasta sus sentidos ninguno de los rumores del mundo, ¿no podría siempre recurrir a su infancia, esa riqueza maravillosa e imperial, ese tesoro de recuerdos? Vuelva hacia ahí su espíritu. Intente sacar a flote las impresiones sumergidas en ese vasto pasado: su personalidad se fortalecerá, su soledad se poblará y se convertirá en un retiro crepuscular, ante el cual pasará muy lejano el estrépito del mundo. Y si de esa vuelta hacia usted mismo, de esa inmersión en su propio mundo, vienen a usted los versos, no soñará siquiera en preguntar a nadie si tales versos son buenos. Tampoco intentará interesar a las revistas en esos trabajos, pues verá en ellos algo naturalmente suyo, un trozo de su vida y de su expresión. 

Una obra de arte es buena cuando nace de la necesidad. La naturaleza de su origen es quien juzga. Así, mi distinguido amigo, no tengo para usted otro consejo que no sea éste: intérnese en usted mismo y llegue a las profundidades de las que su vida se origina. Ahí es donde encontrará la respuesta a la pregunta de si debe escribir. La respuesta que obtenga acéptela como suene, sin forzarle un significado. Tal vez sea obvio que el arte le llama. Si es así, acepte su destino y sopórtelo, con su peso y su grandeza, sin jamás exigir recompensa alguna que pueda venir del exterior. El creador debe ser todo un universo para sí mismo, y encontrar todo en sí, y en el fragmento de la naturaleza al que se ha incorporado. 

Podría ser que, tras ese descenso hacia sí mismo y hacia su soledad, debiera renunciar a convertirse en poeta (para ello, para prohibirse a usted mismo escribir, bastaría, sentir que puede vivir sin hacerlo). Pero aún así, este recogimiento que le aconsejo no habrá sido en vano. Su vida hallará desde ese momento sus propios caminos, y mi deseo de que éstos sean buenos, amplios y ricos, va mucho más allá de lo que puedo expresar. 




27/11/12

"La cultura como saber enciclopédico solo sirve para producir desorientados". Antonio Gramsci


Hay que perder la costumbre y dejar de concebir a la cultura como saber enciclopédico en el cual el hombre no se contempla más que bajo la forma de un recipiente que hay que rellenar y apuntalar con datos empíricos, con hechos en bruto e inconexos que él tendrá luego que encasillarse en el cerebro como en las columnas de un diccionario para poder contestar, en cada ocasión, a los estímulos varios del mundo externo. Esa forma de cultura es verdaderamente dañina, especialmente para el proletariado. Solo sirve para producir desorientados, gente que se cree superior al resto de la humanidad porque ha amontonado en la memoria cierta cantidad de datos y fechas que desgrana en cada ocasión para levantar una barrera entre sí mismo y los demás. Solo sirve para producir ese intelectualismo cansino e incoloro tan justa y cruelmente fustigado por Romain Rolland y que ha dado a luz una entera caterva de fantasiosos presuntuosos, más deletéreos para la vida social que los microbios de la tuberculosis o de la sífilis para la belleza y la salud física de los cuerpos. El estudiantillo que sabe un poco de latín y de historia, el abogadillo que ha conseguido arrancar una licenciatura a la desidia y a la irresponsabilidad de los profesores, creerán que son distintos y superiores incluso al mejor obrero especializado, el cual cumple en la vida una tarea bien precisa e indispensable y vale en su actividad cien veces más que esos otros en las suyas. Pero eso no es cultura, sino pedantería; no es inteligencia, sino intelecto, y es justo reaccionar contra ello. 

La cultura es cosa muy distinta. Es organización, disciplina del yo interior, apoderamiento de la personalidad propia, conquista de superior conciencia por la cual se llega a comprender el valor histórico que uno tiene, su función en la vida, sus derechos y sus deberes, Pero todo eso no puede ocurrir por evolución espontánea, por acciones y reacciones independientes de la voluntad de cada cual, como ocurre en la naturaleza vegetal y animal, en la cual cada individuo se selecciona y específica sus propios órganos inconscientemente, por la ley fatal de las cosas. El hombre es sobre todo espíritu, o sea, creación histórica, y no naturaleza.

13/11/12

"Escribir no es en absoluto un trabajo". Charles Bukowski


Fernanda Pivano: ...Pero, oye, la impresión que uno puede hacerse a partir de tus libros es que en cierto modo no amas la vida. Tú vives, pero sin amar la vida. ¿Es una impresión equivocada? 

Charles Bukowski: No, es muy justa. Me parece que la vida está totalmente desprovista de interés, y esto sucedía especialmente cuando trabajaba ocho o doce horas al día. 

Y la mayor parte de los hombres trabajan ocho horas por día un mínimo de cinco días a la semana. Y tampoco ellos aman la vida. No hay ninguna razón para amar la vida para alguien que trabaja ocho horas al día, porque es un derrotado. Duermes ocho horas, trabajas ocho, vas de un lado a otro con todas las tonterías que tienes que hacer. Una vez discutimos esto con un amigo y vimos que y uno que trabaja ocho horas al día con todas las restantes cosas que tiene que hacer, recoger el permiso de conducir, comprar neumáticos nuevos para el coche, pelearse con la novia, comprar comida: a alguien que trabaje ocho horas al día le quedan solo dos horas o una hora y media libres para sí mismo. ¿Puede vivir de veras solo hora y media al día? ¿Cómo es posible amar la vida si sólo se vive una hora y media por día y se pierden todas las demás horas? Y esto es lo que yo he hecho durante toda la vida. Y no la he amado. Creo que si hay alguien que la ame es un enorme idiota. No hay manera de poder amar este tipo de vida. 

Fernanda Pivano: ¿Y ahora? 

Charles Bukowski: Ahora va un poco mejor. 

Fernanda Pivano: ¿Así que ahora has comenzado a amar la vida? 

Charles Bukowski: No. Soy muy cauto en eso de amar la vida, porque si comienzo a amarla, puede burlarse de mí. Así que voy con mucho cuidado. Sigo observándolo todo. 

Fernanda Pivano: Pero ahora no tienes que trabajar ocho horas al día.

Charles Bukowski: Ahora trabajo todas las horas del día.

Fernanda Pivano: Pero no estás obligado a hacerlo. Trabajas porque te gusta el trabajo que haces. Te gusta escribir. No me digas que no te gusta escribir.

Charles Bukowski: Me gusta beber y a veces escribo cuando bebo. No, tienes razón, escribir no es en absoluto un trabajo. Y cuando la gente me dice lo cansado que es escribir no lo entiendo, porque... Es como rodar montaña abajo, ¿entiendes? Es liberador. Es agradable, es un vuelo, y te pagan por hacer lo que quieres hacer.






7/11/12

"La mayoría de los escritores llevan una doble vida". Paul Auster


La culpa era solo mía. Mi relación con el dinero siempre había sido imperfecta, enigmática, llena de impulsos contradictorios, y ahora pagaba el precio de negarme a adoptar una posición clara al respecto. Desde siempre, mi única ambición había sido escribir. Lo sabía desde los dieciséis o diecisiete años, y nunca me había hecho ilusiones de que podría ganarme la vida escribiendo. El escritor no elige una profesión, como el que se hace médico o policía. No se trata tanto de escoger como de ser escogido, y una vez que se acepta el hecho de que no se vale para otra cosa, hay que estar preparado para recorrer un largo y penoso camino durante el resto de la vida. A menos que se resulte ser un elegido de los dioses y pobre de quien cuente con ello , con escribir no se gana uno la vida, y si se quiere tener un techo sobre la cabeza y no morirse de hambre, habrá que resignarse a hacer otra cosa para pagar los recibos. Yo comprendía todo eso, estaba preparado para ello, no me quejaba. En ese aspecto, tuve una suerte inmensa. No sentía un interés particular por los bienes materiales, y la perspectiva de ser pobre no me asustaba. Lo único que quería era una oportunidad de realizar la obra que sentía en mi interior. 

La mayoría de los escritores llevan una doble vida. Ganan buen dinero en profesiones normales y se las arreglan lo mejor que pueden para escribir por la mañana temprano, a altas horas de la noche, durante el fin de semana, las vacaciones... Otros escritores se dedican a la enseñanza. Ésa es quizá la solución más corriente en la actualidad, y con tantas universidades importantes y facultades de provincias ofreciendo cursos de eso que llaman "talleres de escritura", novelistas y poetas andan continuamente a la greña para pescar clases. ¿Quién puede reprochárselos? El sueldo quizá no sea muy alto, pero se trata de un trabajo fijo y el horario es bueno. 

Mi problema era que no quería llevar una doble vida. No es que no quisiera trabajar, pero la idea de checar en algún sitio de nueve a cinco me dejaba frío, totalmente desprovisto de entusiasmo. Con veintipocos años me sentía demasiado joven para sentar cabeza, demasiado lleno de proyectos para perder el tiempo ganando más dinero del que quería o necesitaba. En el aspecto financiero, sólo pretendía arreglármelas. La vida era barata en aquella época y, como no tenía a nadie a mi cargo, me imaginaba que podría ir pasándola con unos ingresos anuales de unos tres mil dólares... 

...Ya no quería hablar más de libros, quería escribirlos. No me parecía bien, por principio, que un escritor se refugiase en la universidad, rodeándose de personas afines y viviendo demasiado a gusto. Existía un riesgo de autocomplacencia, y una vez que cae en ella, el escritor puede darse por perdido. 

No voy a justificar las decisiones que tomé. Si carecían de sentido práctico, lo cierto era que yo no pretendía serlo. Lo que deseaba eran experiencias nuevas. Ansiaba salir al mundo y ponerme a prueba, pasar de una cosa a otra, explorar todo lo que pudiera. Mientras mantuviese los ojos abiertos, me figuraba que todo lo que pasara sería aprovechable, me enseñaría cosas que ignoraba. Parece una actitud anticuada, y quizá lo fuese. Joven escritor se despide de familia y amigos y sale hacia un destino desconocido para descubrir de qué está hecho. Para bien o para mal, dudo de que me hubiese convenido cualquier actitud. Tenía energía, la cabeza llena ideas y el gusanillo de los viajes. Como el mundo era tan grande, lo último que deseaba era andar con pies de plomo.

31/10/12

Un decálogo para la república cultural


El vínculo entre la literatura y las prácticas artísticas con el mecenazgo de Estado es muy controvertido. La historia del arte mexicano reciente testimonia cómo sus principales protagonistas se han esforzado para acercarse al llamado Poder Cultural.

Así, varios son los escritores que, amén de su trabajo intelectual, ejercen cargos públicos o reciben beneficios económicos a cargo de los contribuyentes sin nada que lo justifique, y en muchos casos, sus ingresos no son proporcionales a la calidad de su obra.

Las prebendas del Estado son uno de los principales motivos de enemistad entre artistas. Desde la generación de poetas Contemporáneos y sus constantes disputas con el estridentismo; pasando por la Escuela Mexicana de Pintura, beneficiaria del muralismo nacional, que llevó a Siqueiros a declarar que no había más ruta que la de ellos; o la generación de Taller y sus enemigos; o el caso de Julio Scherer y la revista Plural contra el echeverrismo; o la conocida polémica que protagonizó Octavio Paz y Vuelta contra Héctor Aguilar Camín y la revista Nexos por el Coloquio de Invierno; o la célebre pelea entre Carlos Fuentes, por su supuesta sumisión al poder, con Enrique Krauze. En todos estos casos, el argumento siempre ha sido que existen maniobras gubernamentales para excluir a un grupo y favorecer a otro.

En este eterno retorno cultural, los últimos episodios han sido la renuncia de Sealtiel Alatriste al premio Xavier Villaurrutia 2012, y a la poderosa Coordinación de Difusión Cultural de la UNAM, después de que se reciclaran las acusaciones de plagio que había en su contra; o los del peruano Alfredo Bryce Echenique y su elección como ganador del Premio FIL, mismos que, sin dejar de ser hechos reprochables, dejan percibir un tufo de linchamiento contra esos personajes y los jurados que los galardonaron, sin que nada se diga en contra de las autoridades que administran el dinero y que se hallan en la punta de la pirámide de los costosos aparatos burocráticos. Pocos mencionan que estas campañas no se iniciaron al conocerse, ya hace tiempo, la apropiación indebida; sino que nacen al darse a saber que precisamente ellos fueron los ganadores de la fama y la retribución pública que los reconocimientos conllevan.

Todo lo expuesto, delinea un panorama que pone en entredicho la puntualidad de los financiamientos estatales a la literatura y las artes.

Recientemente, el escritor español Javier Marías sorprendió al mundo de habla hispana al rechazar el Premio Nacional de Narrativa, entregado por el Ministerio Nacional de Educación, Cultura y Deporte de España. En una rueda de prensa, después de declinar el premio, Marías declaró: “Creo que el Estado no debe darme nada por ejercer mi tarea de escritor.” […] “He rechazado toda remuneración que procediera del erario público. He dicho en no pocas ocasiones que en el caso de que se me concediera no podría aceptar premio alguno”.

La decisión de Marías me lleva a cuestionarme el porqué el Estado debe reconocer a los artistas por hacer su trabajo. Muchas son las profesiones que intervienen en el devenir educativo, político y social de un país. Sin embargo, un maestro cuyo grado de injerencia social supera por mucho al de un novelista— no tiene las mismas prerrogativas de quien motu proprio decide dedicarse a las artes.

En México, cada vez que se abre la convocatoria a un premio cultural, un periodo de becas, o cualquier otro beneficio pecuniario para los "creadores de arte", se evidencian los vicios del compadrazgo, el tráfico de influencias y el sectarismo. Los gobiernos federal y estatales se han encargado de privilegiar y proteger a sus artistas, al grado de evitar que su obra y sus ingresos dependan del criterio del público interesado, bajo la premisa de que rodearse de —pleonasmo aparte— intelectuales sumisos,  engalanarán al poderoso. 

De esta manera, el artista famoso goza de una serie de prerrogativas que no tenemos todos los ciudadanos, lo cual rompe con el elemental principio de equidad en las relaciones sociales. ¿El fomento a la cultura merece tanto privilegio a los creadores? Creo que no. En ese contexto, propongo las siguientes hipótesis en busca de la honestidad cultural y el correcto ejercicio del dinero público:

1. No más premios a los autores de plagios. Repulsa a los jurados y autoridades que los obvien. Deber de denuncia por parte de las víctimas. No a la exención del pago del Impuesto sobre la Renta por el monto del premio.

Debe haber corresponsabilidad. Tanto al autor premiado, el jurado que a sabiendas decidió reconocerlo y a la autoridad que encubrió el hecho. Siguiendo este proceder, se favorece la cultura de la denuncia, requisito indispensable de procedencia, y se corrobora que la distinción obedece exclusivamente a la calidad de la obra en cuestión. Bajo este tenor, sin reclamo del directamente afectado, no nace interés jurídico de terceros.

Si uno de nosotros ganará un concurso o se sacará la lotería, estaría obligado a pagar hasta el 21 % del monto total del ingreso por impuestos. Tratándose de premios o concursos literarios, la ley los exenta de cualquier contribución. Es injusto.

2. No más publicidad gubernamental en revistas y proyectos denominados libres y críticos. El recibir dinero público les resta credibilidad.

Diversas publicaciones "subversivas" sobreviven o incrementan sus ingresos por medio de contratos con el gobierno. En este caso, su disidencia tendría que ser congruente con sus finanzas.

3. No más empleos en embajadas y consulados a personas ajenas al servicio exterior. No es ético desplazar a quien para eso se prepara.

Ciertos grupúsculos y personajes integrantes de la cultura y las artes, se posicionan como candidatos naturales a ocupar puestos en el extranjero para los que no están preparados. Muchos de ellos, sin pasar siquiera por la universidad, el Instituto Matías Romero y desconociendo las leyes aplicables, han ocupado —y ocupan—  cargos de embajadores, cónsules o agregados de lo que se les ocurra, sin el menor respeto para quien hace del servicio exterior una meta en la vida. 

4. No más estado de excepción para los artistas con el pago en especie de sus impuestos. Es injusto, desproporcionado e inconstitucional.

Solo en México pasa que artistas privilegiados pagan sus impuestos con una obra propia que dan al Estado. El mercado del arte es sumamente redituable. No es justo que esta casta cumpla sus obligaciones fiscales entregando una obra que ellos eligen y todos los demás, independientemente de nuestra profesión, tengamos que pagar en dinero contante.

Sumado a lo anterior, no existen criterios unificados para evaluar proporcionalmente la calidad y el valor monetario de una "obra de arte". La subjetividad, el gusto, o la preferencia, no pueden servir como pretexto a la exención fiscal 

5. No más financiamiento público para hacer el llamado "cine mexicano", ya que únicamente los millonarios productores se benefician de él.

Mucho del cine mexicano contemporáneo no se comercializa sencillamente porque carece de calidad; y está convirtiéndose en un nido de lugares comunes. El financiamiento solo encubre asignaciones directas de presupuesto, en nada beneficia al público ávido de buen cine; mucho menos a los creadores verdaderamente capacitados para ofrecerlo.

6. No más exención al libro. Somos de los pocos países que lo hacen, sin mejorar nuestra lectura y bonificando a las grandes editoriales.

Como en el caso anterior, la exención al libro obedece más a intereses corporativos que educativos. El problema de la lectura en México no está vinculado con el precio del libro; sino con los hábitos de la población. Contamos con suficientes bibliotecas en el país, además de recursos virtuales, como para además ofrecer beneficios económicos de cero impuestos a la industria editorial. 

7. No más elefantes burocráticos como el CONACULTA, el INBA, el INAH, las instituciones de las entidades, las comisiones legislativas y demás, que duplican funciones a costa del erario.

Con solo revisar los Presupuestos de Egresos se puede comprobar cuanto nos cuestan estos organismos. Además, es preocupante la ambigüedad que existe en cuanto a sus áreas de competencia. Al efecto, basta con comparar, en sus propias portales, la misión y visión del INBA con la información relevante del CONACULTA.

8. No más becas públicas a creadores de dudosa calidad. Sí a una real supervisión del proceso de asignación y del cumplimiento de objetivos.

Para garantizar la calidad y la dedicación de un creador para con su obra, es necesario optimizar los mecanismos de seguimiento que se emplean. Hoy en día, un ciudadano puede consultar los nombres de los ganadores de las becas del FONCA, pero no puede acceder a un seguimiento detallado de las actividades del creador y tampoco a una muestra significativa de su obra. 

En muchas ocasiones un creador pasa de becario a jurado y viceversa, y así sobrevive por años, como fiduciario de una burocracia indefinida e intangible. 

Para alcanzar la transparencia en la asignación y supervisión de las becas, debe garantizarse la movilidad de los jurados y el personal encargado de la selección. 

9. No más tolerancia y sí a la denuncia a cualquier pago a periodistas para que opinen por encargo o a locutores para que programen música.

Mejor conocidos como el "chayote" y la "payola". Es necesario volver a la premisa de que la obra de arte debe defenderse a sí misma. Hoy en día se confunden la publicidad y la alevosía. Manipular con dolo a la opinión pública para construir productos reciclables debe ser debidamente sancionado. Es la hora de construir una prensa crítica y especializada. 

10. No más libertinaje en el ejercicio de la expresión. Sí a una ley que garantice la réplica y el pago de una compensación por la calumnia.

La discusión no puede permitirse particularizar sospechas. Para hablar de plagio u otro hecho deleznable, es necesario tener el texto de origen, el correspondiente cotejo y la denuncia del ofendido. Se ha vuelto insoportable la impunidad que rodea a la calumnia y al desprestigio, sin medios tangibles y reales de defensa.

Claro que el artista tiene derecho a llevar una vida digna económicamente, como todos los que trabajamos; pero nada justifica las excepciones de que gozan. Un intelectual que se respete a sí mismo, sería el primero en exigir legalidad, transparencia y beneficio justo, atendiendo a lo que debería ser verdaderamente importante para él, su obra. 





26/10/12

"¿Para qué vivir, si la vida se olvida?". Frédéric Beigbeder


No me acuerdo de mi infancia. Cuando lo digo, nadie me cree. ¡Todo el mundo se acuerda de su pasado! ¿Para qué vivir, si la vida se olvida? En mí no queda nada de mí mismo; de los cero a los quince años, me enfrento a un agujero negro (en el sentido astrofísico: objeto masivo cuyo campo gravitatorio es tan intenso que impide que se escape cualquier forma de materia o radiación). Durante mucho tiempo creí que era normal, que los demás padecían la misma amnesia que yo, pero si les preguntaba: ¿Te acuerdas de tu infancia?, me contaban un montón de historias. Me avergüenza que mi biografía esté escrita con tinta invisible. ¿Por qué no es indeleble mi infancia? Me siento excluido del mundo, ya que el mundo tiene una arqueología y yo no. He borrado mi rastro como un criminal fugitivo. Cada vez que menciono esta debilidad mía, mis padres levantan los ojos al cielo, mi familia protesta, mis amigos de infancia se molestan y mis ex novias amenazan con sacar a la luz documentos fotográficos.

—¡No has perdido la memoria, Frédéric, sencillamente te importamos un comino!

Los amnésicos resultan ofensivos, sus allegados los toman por negacionistas, como si el olvido fuera siempre voluntario. Yo no miento por omisión: rebusco en mi vida como en un baúl vacío, y no encuentro nada; soy un desierto. A veces oigo murmurar a mis espaldas: A ése no consigo ubicarlo.  Estoy de acuerdo. ¿Cómo queréis situar a alguien que ignora de dónde viene? Como dice Gide en Los falsificadores de moneda, estoy construido sobre pilotes: sin cimientos ni subsuelo. La tierra se hunde bajo mis pies, levito sobre un colchón de aire, soy una botella que flota sobre el mar, un móvil de Calder. Para agradar a los demás, he renunciado a tener columna vertebral, he querido fundirme con el decorado cual Zelig, el hombre camaleón. Olvidar la propia personalidad, perder la memoria para ser querido: convertirse, para seducir, en lo que escojan los demás. En lenguaje psiquiátrico, este desorden de la personalidad se llama déficit de conciencia centrada. Soy una forma hueca, una vida sin fondo. Según me han contado, de pequeño tenía colgado en mi cuarto de la rue Monsieurle-Prince el póster de una película: Mi nombre es Nadie. Sin duda, me identificaba con el protagonista.

Jamás he escrito otra cosa que las historias de un hombre sin pasado: los protagonistas de mis libros son los productos de una época de inmediatez, perdidos en un presente desarraigado, habitantes transparentes de un mundo en el que los sentimientos son efímeros como mariposas, en el que el olvido protege del dolor. Es posible, soy la prueba de ello, no conservar en la memoria más que fragmentos de la propia infancia, y la mayor parte falsos o moldeados a posteriori. Semejante amnesia viene alentada por nuestra sociedad: incluso el futuro perfecto está en vías de extinción gramatical. Pronto mi deficiencia será banal, mi caso se acabará generalizando. A pesar de todo, reconozcamos que no es muy habitual desarrollar los síntomas de la enfermedad de Alzheimer a mitad de la vida.

A menudo reconstruyo mi infancia por pura educación. 

Que sí, Frédéric, ¿no te acuerdas?

Amablemente, asiento con la cabeza:

Sí, claro, coleccioné los cromos Panini, fui fan de las Rubettes, ¡ahora caigo!

Con gran desolación, tengo que confesarlo: jamás caigo en nada; soy mi propio impostor. Ignoro por completo dónde estaba entre 1965 y 1980; acaso sea éste el motivo de que esté tan perdido hoy en día. Espero que haya un secreto, un sortilegio oculto, una fórmula mágica que descubrir para salir de este laberinto íntimo. Si mi infancia no es una pesadilla, ¿por qué el cerebro mantiene mi memoria en semejante estado de letargo? 






19/10/12

"Soy libre de decir todo lo que siento". J.M. Coetzee


¿Es en eso en lo que te hace pensar la puesta del Sol, en la mortalidad? 

No, pero no puedo evitar que me recuerde la primera conversación que tuvimos tú y yo, la primera conversación significativa. Debíamos de tener seis años. No recuerdo las palabras exactas, pero sé que te estaba abriendo mi corazón, te lo contaba todo acerca de mí, todos mis anhelos y esperanzas. Y mientras tanto pensaba: ¡De modo que esto es lo que significa estar enamorado! Porque, permíteme que te lo confiese, estaba enamorado de ti. Y desde aquel día, estar enamorado de una mujer ha significado para mí ser libre de decir todo lo que siento.

3/10/12

"Pequeño catálogo de aforismos de un hijo único". Xavier Velasco


Ser niño y verme noche y día retratado en la sala de la casa fue temer que ya nunca más podría darles todo lo que el retrato prometió.

A un niño se le puede describir según sus miedos o sus entusiasmos. Enlistemos por separado sus monstruos y sus héroes, y obtendremos dos caras de un mismo retrato. El hombre-lobo acecha por un flanco, por el otro vigila el hombre-murciélago. He mirado el retrato tantas veces durante tantos años que puedo describirlo de memoria, solo que nunca acabo de saber quién manda: el pavor que somete al lado izquierdo o la curiosidad que engatusa al derecho. Uno de los dos niños de todo siente miedo, pero el otro de todo quisiera ser capaz.
No hablo concretamente de mi persona, que lo recuerda todo emborronado por las trampas arteras del subconsciente, sino del personaje que salió del retrato hacia esa sucursal del purgatorio que los olvidadizos llaman tierna infancia.
La solución se aleja todavía más cuando el emproblemado es hijo único. No tenía vecinos, tampoco. Para entender los códigos del mundo, había que experimentar a solas.

Y cuando uno descree de su pasado no le queda otra opción que refrendarlo.

Aún sin la intrepidez que otros niños solían derrochar, yo creía que mi vida estaba destinada a ser aventurera. Mejor aun, pensaba, con todo el peso de una lógica intima vestida de sentido común, que una vida vacía de aventuras no valía la pena vivirse.


¿Qué era lo que encontraban los problemas en mí? Tiempo de sobra para pensar en ellos.

Los hijos únicos son, a menudo, niños que piensan de más y a su pesar, pues nadie si no ellos paga la cuenta por la bola de nieve en que ciertas ideas tienden a transformarse, cuesta abajo del miedo hacía el horror.

En los niños normales esos pelmazos a los que nuestros padres nos ponen por ejemplolos problemas son cosa excepcional.
El gran problema de mis problemas era la insoportable urgencia de callármelos.
Entendí que no puede uno andar por la vida diciendo la verdad por quítame estas pajas.  Puesto que incluso cuando la verdad aparenta favorecer al acusado, es preciso alumbrarla desde el ángulo que mejor dramatice su inocencia.
Si al final mis problemas no eran solubles, cuando menos serían adulterables.
Me queda la impresión de que mis padres se parecen más a sí mismos que cuando están rodeados por la familia, presa de un persistente fuego amigo.
Me siento  debería decir "me sé", pero a esta edad sentirse es igual a saberse  protegido, blindado, lejos de todo mal,  como si con los solos cuidados y cariños de mi familia próxima bastara para convertir a los grandes peligros en solo malos sueños, de los que cualquier beso me despertará.
Uno a veces se agarra de los ogros pequeños para no ver entero al monstruo que está enfrente.
Nadie me dice más de lo que quiero oír.
Uno insiste en explicar las cosas exactamente como sucedieron: se me metió el Demonio, y ya.
Una vez enseñado a mentir, tenía que aprender a disimular.
Cuando alguien preguntaba si me habría gustado tener un hermanito, replicaba furioso que jamás, ya que ello supondría quitarme la mitad de los juguetes, cariños y regalos que sin parar venían hacia mí, pero lo que en verdad me preocupaba tenía que ver con todos mis secretos.  ¿Qué tantas cosas no iba a contar de mí alguien de mi tamaño que de seguro me espiaría del desayuno a la cena al desayuno?  El precio, sin embargo, era vivir rodeado de misterios más grandes que yo.
Uno acepta cierto número de rechazos, hasta que se convierte en un solitario arrogante, de modo que parezca que se alejó primero.

El problema con los problemas es que crecen y traen al mundo problemitas.

Las historias, a veces también tienen su historia.

Solo una perspectiva me atemoriza más que meterme todo el tiempo en problemas: la de vivir sin ellos.
Los grandes pueden hacer lo que quieran, hasta las bromas se las toman en serio. Con los niños es al revés, todo lo que uno hace creen que es para jugar.

Si tengo que creerme las mentiras, por lo menos que sea yo quien las inventa.

Creo que eso es lo peor de estar encarcelado: tener miedo a salir.

Cuando uno llora así, a válvulas abiertas, siente que el tiempo pasa por las lágrimas.

─No soporto la idea de hacerme grande ahora, solo porque es la hora de terminar la historia, y además uno escribe para pelear contra lo insoportable.


















10/9/12

¿Estamos seguros de que leímos lo que decimos que leímos?


Hace unos días, en un taller literario, analizábamos el bello libro de Rainer Maria Rilke, Cartas a un joven poeta. Al pedirme mi opinión sobre él, mencioné que entre tanto, me había gustado la alusión que en la Carta VI el poeta hace al Dios futuro, ese Dios que tal vez todavía no haya sido, y puede que esté adelante, en el porvenir, idea que después retomará Martin Heidegger.

Mi sorpresa fue mayúscula, ya que pensaba que mi comentario era puntual; cuando la moderadora del grupo me indicó que ese tema no lo mencionaba Rilke, dando a entender que me había confundido de lectura. Siendo mi tozudez mayor, insistí en mi aserto, lo que nos llevó a comparar los libros sobre los que habíamos hecho la lectura, resultando que todo el grupo leímos lo mismo pero en traducciones distintas. Esto no tendría mayor trascendencia si el contexto fuera el mismo pero, como producto de la comparación, hallamos párrafos enteros de la obra con contenidos totalmente diversos. Lo anterior lo ejemplifico asì:

CARTA I

Podría ser que, tras ese descenso hacia si mismo y hacia su soledad, debiera renunciar a convertirse en poeta (para ello, para prohibirse a usted mismo escribir, bastaría sentir que puede vivir sin hacerlo). Pero aún así, este recogimiento que le aconsejo no habrá sido en vano. Su vida hallará desde ese momento sus propios caminos y mi deseo de que éstos sean buenos, amplios y ricos, va mucho más allá de lo que puedo expresar.[1]



CARTA I

Podría ser que después de este descenso hacia sí mismo, en su soledad individual, debiese renunciar a convertirse en poeta (bastaría, considero, sentir que se puede vivir sin escribir para que haya que prohibirse la escritura). De cualquier modo, esta inmersión pido a usted, no habrá sido vana. Su vida le deberá a ella sus caminos. Que esos caminos le sean buenos, felices y extensos, se lo deseo más de lo que sabría expresar.[2]

CARTA I

Pero quizá, después de ese descenso en sí y en su soledad, deba renunciar a llegar a ser poeta (basta, como he dicho, sentir, que se podría vivir sin escribir para no deber hacerlo en absoluto). Sin embargo, tampoco entonces habrá sido en vano este viraje que le pido. En cualquier caso, a partir de ahí, su vida encontrará caminos propios, y le deseo que sean buenos, ricos y amplios, mucho más de lo que puedo decir.[3]

También, las diferencias de traducción se evidencian en los siguientes párrafos de la carta VI:

CARTA VI

Y si le inquieta y le importuna pensar en la infancia, y en todo lo sencillo y plácido que con ella se relaciona, porque no puede ya creer en Dios, del que toda su infancia está llena, pregúntese querido señor Kappus, si realmente a perdido usted a Dios. ¿No será más bien, que nunca lo poseyó? ¿Cuándo lo poseyó verdaderamente? ¿cree usted que un niño puede tener a aquel que los hombres llevan penosamente, y cuyo peso agobia a los ancianos? ¿Cree usted que quien en verdad lo tenga puede perderlo como quien pierde un guijarro? ¿No cree usted mejor que si alguien lo tuviera podría solo ser perdido por El? ¿Pero si usted reconoce que Dios no estaba en su infancia, e incluso, que El no estaba antes con usted, si presiente usted que Cristo fue alucinado por su anhelo y Mahoma engañado por su orgullo, y si siente con terror en este momento en que hablamos de El, que Dios no existe, ¿qué derecho tiene entonces a echarlo de menos, a El que nunca existió, y a buscarlo como si estuviera perdido?

Por qué no piensa que Él es el Venidero, el que desde toda la eternidad está por llegar, que es el futuro, el futuro de un árbol cuyas hojas somos nosotros? ¿qué le impide proyectar su nacimiento a los tiempos que serán, y vivir su propia vida como un día doloroso y hermoso en la historia de un embarazo sublime? ¿No ve usted, que todo lo que sucede es siempre un principio? ¿No podría ser el principio de Él? Hay siempre tanta belleza en todo principio… Si Él es el más perfecto, ¿no debería preexistir algo inferior para que Él pueda escoger su sustancia entre la plenitud y la abundancia? ¿No debe ser el último, para abarcarlo todo en sí? Y ¿qué sentido tendríamos nosotros si Aquel a quien anhelamos ya hubiera existido?[4]

CARTA VI

Si usted siente angustias y tormentos al evocar su infancia en todo aquello que tiene de simple y secreto, porque usted no puede ya creer en Dios, con quien se encuentra a cada paso, entonces pregúntese, querido señor Kappus, si ha perdido usted verdaderamente a Dios. ¿No sería mejor reconocer que nunca lo ha tendido? ¿Cuándo, en efecto, lo poseyó usted verdaderamente? ¿Cree usted que el niño puede tenerlo en sus brazos? El, a quien el hombre hecho carga con tanto esfuerzo y cuyo peso abruma al anciano de tal manera? ¿Cree usted, que quien lo posee podría perderlo como quien pierde un guijarro? ¿No cree usted, mejor, que quien posee a a Dios se a arriesga a ser perdido por Dios? Pero si usted reconoce que Dios no estaba en su infancia, y aun, que Él no estaba antes que usted, si usted presiente que Cristo fue engañado por su amor, como Mahoma lo fue por su orgullo, y si usted siente con terror, en este mismo instante, cuando hablamos de Él, que Dios no existe, ¿cómo entonces le faltara Él, como si a usted le faltara un pasado, porque él jamás ha estado? ¿y por qué buscarlo, como si lo hubiera perdido? 

¿Por qué no pensar que Él es el que vendrá, el que debe ir a de toda eternidad, que Él es el futuro, el fruto maduro de un árbol del que nosotros somos las hojas? ¿Quién entonces le impide proyectar su venida en lo porvenir y vivir su vida como uno de esos días dolorosos y bellos de una espera sublime? ¿No ha visto usted que todo aquello que ocurre es siempre el principio? ¿No podría ser el principio de Él? Hay tanta belleza en todo aquello que da principio…. Siendo Él perfecto, ¿no debería estar precedido de los más perfectos cumplimientos con el fin de que pueda extraer su substancia de la plenitud y la abundancia? ¿No sería necesario – después de todo – para comprender y contener todo? ¿Qué sentido tendría nuestra búsqueda si Aquél a quien buscamos perteneciera ya al pasado.[5]

CARTA VI

Y si a usted le da miedo y le atormenta pensar en la niñez y en lo sencillo y silencioso que va con ella, porque usted ya no puede creer en dios. Que aparece allí por todas partes, entonces pregúntese, querido señor Kappus, si realmente ha perdido a Dios. ¿No es más bien que todavía no le ha poseído nunca? Pues ¿cuándo tendría que haberle poseído? ¿Cree usted que un niño pude tenerle en brazos, a Aquel que los hombres sólo llevan con fatiga, y cuyo peso aplasta a los ancianos? ¿Cree usted que quien realmente le tiene podría perderle como una piedrecilla, o no cree usted también que quien le tuviera sólo podría ser perdido por Él? Pero si usted reconoce que no estaba en su niñez, y tampoco antes, si presiente que Cristo se engañó por su anhelo y Mahoma por su orgullo, y si siente usted con espanto que tampoco está ahora en esta hora en que hablamos de el, ¿Qué le justifica entonces para echar de menos como alguien pasado a quien nunca estuvo y buscarle como si hubiera perdido? 

¿Por qué no piensa usted que Él es el que viene, el que surge desde la eternidad, el futuro, el fruto de un árbol cuyas hojas somos nosotros? ¿Qué le impide a usted proyectar su nacimiento hacia los tiempos venideros y vivir su vida como un día doloroso y hermoso en la historia de una gran preñez? ¿No ve usted entonces cómo todo lo que ocurre vuelve a ser principio, una vez y otra? ¿Y no podría ser su principio, si el principio es siempre tan hermoso en si? Si el más perfecto, ¿no debe haber algo más escaso antes que él, para que él se pueda seleccionar a partir de la plenitud y el rebose? ¿No debe ser él el último, para abarcarlo todo en si, y qué sentido tendríamos nosotros si el que anhelamos ya hubiera sido?[6]

Una vez mostrada la evidente diferencia entre las tres versiones, propongo que ahondemos un poco en las complejidades que entraña la labor del traductor, y cómo el lector puede responderse ciertas dudas; o plantearse ciertas preguntas.

La traducción, según Walter Benjamin, es un ‘lenguaje a mitad de camino entre la teoría y la obra literaria’[7]. Es decir, no podemos hablar de la traducción como una práctica acotada, sino como una suma de procesos hermenéuticos orientados a la reproducción de una experiencia de sentido. Intentar decir ‘lo mismo’ en un idioma que en otro.

Una de las metáforas recurrentes para referirse a un proceso de traducción es la del viaje: existe un punto de partida y un punto al que se quiere llegar. Hay un documento ‘original’ a punto de reproducirse. Es el traductor quien emprende una labor intermediaria para que el proceso se lleve a cabo. Pero, ¿a qué debe atender un traductor? ¿Cuáles son sus responsabilidades? ¿Se convierte en ‘coautor’ de la obra que traduce? 

En principio, la herramienta de la que dispone el traductor es el texto. Muchos traductores olvidan que el texto es, por antonomasia, un dispositivo de producción de sentido y de significados que se pone en marcha en cada lectura. El traductor atiende a una doble responsabilidad: la de lector y la de intérprete. 

Hans George Gadamer, piensa que cuando se traduce una obra de arte literaria de un idioma a otro, no basta con la ‘legibilidad’ de la traducción. Desde el punto de vista de Gadamer, no existe diferencia significativa entre una ‘buena’ y una ‘mala’ traducción. Para él, la lectura y la traducción son actividades equivalentes, ya que ambas permiten que el lector participe activamente de la inauguración de sentido frente a la obra literaria:

La lectura y la traducción vienen a ser «interpretación». Ambas crean una nueva totalidad textual, hecha de sonido y sentido. Ambas logran hacer una transposición que raya con lo creador. Se puede arriesgar la siguiente paradoja: cualquier lector es un medio traductor. ¿En el fondo, no es, de veras, el mayor milagro el que, en fin, se pueda superar la distancia entre las letras y el habla viva, incluso cuando «sólo» se trate de la misma lengua? ¿No es más bien leyendo traducciones como se supera la distancia entre dos lenguas distintas? Sea como sea, la lectura supera tanto un alejamiento como el otro, el que se da entre texto y habla.[8]

¿Qué podemos exigir y esperar de una traducción? Podemos, como Gadamer, esperar que en cada texto traducido sea la oportunidad de participar en una experiencia que es, al tiempo, de creación y de recuerdo. Podemos, como Benjamin, insistir en que el traductor está obligado a inaugurar un lenguaje a mitad de camino entre la obra y la teoría.

Si somos un poco más puntillosos, cabe preguntarnos: ¿Es posible reconocer una mala traducción, aún sin ser expertos en el idioma original en que fue escrito el texto? 

Es posible, quizá, en lo que concierne a su lengua de destino: detalles de concordancia, de ortografía o de trabajo de estilo. Pero, cuando nos preguntamos por el sentido de lo que decimos, intuimos que ese sentido está siempre en suspenso, afuera, a espera de interpretarse (o traducirse): 

Hoy sabemos bien, gracias a Gadamer, Rorty y otros héroes del giro lingüístico, que las suposiciones que utilizamos al conversar o al debatir, lo que damos por sentado, son exteriores al discurso explícito y que la efectividad del propio discurso descansa precisamente en su capacidad de mantener al margen todos los supuestos que arrastra. Hoy sabemos que muchas veces lo que nos convence es, precisamente, lo que no se dice, lo que, desde su silencio, habla. Y en esa “exterioridad”, ese afuera, no es independiente del lenguaje y de los acuerdos tácitos que negocia cada cultura, acuerdos que tienen a su vez naturaleza histórica y cuya transformación es función de conversaciones, debates, y, fundamentalmente, traducciones.[9]

Es gracias justamente a lo que sospechamos, pero no decirnos, que podemos reinventar siempre los espacios en resistencia de la traducción, la conversación, y la lectura.

La conclusión es clara, si no tenemos la posibilidad de leer un texto en su idioma original, debemos correr los riesgos de la interpretación del traductor. No por bella que sea la edición o lo cuidado del texto, está garantizada una fiel reproducción de la imaginación del autor primario. Un lector atento debe revisar quien hace la traducción, si la hizo directa del idioma original y, quizá, experiencias anteriores con la editorial. Solo así podremos estar un poco más seguros de que leímos lo que decimos que leímos.



[1] Rilke, Rainer Maria. Cartas a un joven poeta. Traducción de Alma Alicia Martell. México, D.F. Colofón-Gandhi . p.16.

[2] Rilke, Rainer Maria. Cartas a un joven poeta. Traducción de Bernardo Ruiz. México, D.F. Fontamara, 2008. p. 18.

[3] Rilke, Rainer Maria, Cartas a un joven poeta. Traducción de José María Valverde.  Madrid, Alianza Editorial, 2006. p. 27.

[4] Rilke, Rainer Maria. Cartas a un joven poeta. Traducción de Alma Alicia Martell. México, D.F. Colofón-Gandhi . pp.41-42

[5] Rilke, Rainer Maria. Cartas a un joven poeta. Traducción de Bernardo Ruiz. México, D.F. Fontamara, 2008. Pp.46-47

[6] Rilke, Rainer Maria, Cartas a un joven poeta. Traducción de José María Valverde.  Madrid, Alianza Editorial, 2006. pp.69-70

[7] Benjamin, Walter. “La tarea del traductor” (1923). [en línea] Editor Gabriel Pulecio
[8] Gadamer, Hans-Georg. Leer es como traducir. En su:  Arte y verdad de la palabra. Trad. José Francisco Zúñiga García. [en línea] < http://bibliotecaignoria.blogspot.mx/2012/03/hans-georg-gadamer-leer-es-como.html> [consulta: 06 septiembre 2012]

[9] Arnau, Juan. El laboratorio frente al azar. En su: Rendir el sentido. Filosofía y traducción. Valencia. Pre-textros. 2008. p. 45.