7/3/12

La metonimia que llegó para quedarse


"Hemos caído en el pánico inmoral de la indiferenciación, de la confusión de todos los criterios"

Jean Baudrillard

Es sabido hasta el lugar común que el habla corre siempre delante de los diccionarios. Sin embargo del dogmatismo académico y el fundamentalismo lingüístico, la lengua se impone, la hace quien la ejerce. Lo que al principio puede parecer una aberración léxica o un barbarismo, años después termina por estandarizarse y se integra al vocabulario colectivo –después de un tiempo, incluso al DRAE–. La rigidez de las normas impuestas por la Academia nos conmina y no logramos vivir el espíritu de nuestra lengua, su continua transformación. Lo académico va detrás de los hablantes y éstos le llevan una ventaja nada despreciable.

En la era de las comunicaciones y las trasnacionales, cuando la información viaja más rápido que la luz, el uso de la lengua da tumbos vertiginosos. La influencia del marketing ha permeado el imaginario colectivo y los usos de los hablantes: logotipos (Nike o McDonalds, por ejemplo), tipografías (como la de Coca-Cola), eslóganes (“Mejor mejora mejoral”, de Salvador Novo, a mediados del siglo pasado, o “Soy Totalmente Palacio”), así como marcas registradas, en efecto, se “registran” en nuestra manera de ver el mundo y de relacionarnos con él. Se generan entonces hábitos y necesidades mediante el poder evocativo de un buen diseño o al hacer promesas con el preciso acomodo de un par de palabras.

Verbigracia, las compañías de cinta y lápiz adhesivos, tabletas de ácido acetilsalicílico o pañuelos desechables aún gozan del prestigio metonímico que los consumidores les han otorgado al designar con su parte el todo: el diurex, el masking, el pritt, las aspirinas o los kleenex. Así pues, no importa que la cinta en cuestión sea Scotch®, es un diurex o un masking. En ese tenor, el movimiento, el verbo: en siguiendo esa idea de la carrera de la lengua lo que más queda a la mano son los actos; así, además de las consabidas marcas vueltas sustantivo, la metonimia se traslada al ámbito verbal, los nombres se tornan verbos móviles; son antonomasia, raíz, étimo.

Empero, esta identificación no siempre es resultado de una evolución racional del lenguaje y del entorno en que vivimos. La deficiente educación y la astuta publicidad hacen que inconscientemente el sujeto asimile a su hablar cotidiano frases que bien podrían tener un referente en nuestro idioma y que lo único que logran, paradoja en un mundo hipercomunicado, es que cada vez nos entendamos menos. La publicidad, dice Don Draper en Mad Men, se basa en la felicidad y te dice que lo que hagas, sea lo que sea, está bien.

El fenómeno que destaco incluso no ha sido indiferente a la literatura. Textos memorables de los años setenta, tales como Las venas abiertas de América Latina, de Eduardo Galeano, o Para leer al Pato Donald, de Ariel Dorfman y Armand Mattelart, lo estudiaron en contextos específicos, como un reflejo de nuestra vida cotidiana, plena de dominación, de acatamiento social. La identificación del objeto con el logo no es sino uno de los aspectos de la cultura autoritaria y paternalista que impregna las relaciones del hombre burgués consigo mismo, con otros hombres y con la naturaleza. Es un modo de fabricar una cultura de masas a espaldas de las masas. Es apostar por una masa como un ente que nada cuestiona y que todo acepta a la luz del imperio de lo efímero a que hace referencia Jean Baudrillard.

En el 2000, Naomi Klein, en su libro No logo: el poder de las marcas, apuntó que este hecho detectado ya treinta años antes, necesariamente debería conducir a una insurgencia contra multinacionales y marcas que están arraigadas a nuestra cultura e identidad. Así, los que vivimos en su mundo, no nos sentiremos encubridores de atropellos. Sin embargo, señala la autora, este compromiso es fluctuante e intenso, lo bastante débil para evaporarse de pronto.

No obstante estos señalamientos, percibo una vuelta a la mimetización, derivada ésta del fenómeno internet, que ha llevado, incluso a intelectuales, a ser más que laxos con nuestro idioma, en el afán de verse u oírse "modernos" o en un apoyo irracional a un cambio sin medida, que nos está conduciendo –sin exagerar– a una comunicación con meros dibujos, signos o "emoticones".

Así, Google no es sólo un buscador, es "el" buscador por internet; se "guglea" –¿o "googlea"?– algo o a alguien. De la misma manera, a pesar de existir otras redes sociales, las más populares son Facebook y Twitter. "Facebookear" –¿o "feisbukear"?– se entiende como entrar a dicha red social para ver actualizaciones de nuestros contactos o "postear" un estado. Se "tuitea" para estar al corriente de las últimas novedades e informar de nuestras actividades o pensamientos. Un "blogger" es una persona aficionada a la búsqueda, participación y actualización de "blogs", tanto propios como de otros, amigos o desconocidos. Blog, en inglés, significa ‘bitácora’, pero cuando alguien dice que va a registrar algo en su bitácora, se entiende que será en un soporte de papel. Google me obliga al “gugléame”; tweet me al “tuitéame”. Como hoy la lingua franca es el inglés, los neologismos, los préstamos, provienen por mucho de dicho idioma, mas las importaciones sufren algunos cambios en la lengua que las adapta, así se ha hecho y se seguirá haciendo. Es necesario, hay que sobrevivir.

Quiero subrayar: el problema no estriba en la renovación incesante que de la lengua hace el habla; no se trata de fosilizar una facultad humana dinámica e incoercible, cuyas mutaciones históricas generan cosmovisiones; el dedo está en la llaga de la inconsciencia, en la purulenta verborrea a que nos orilla un consorcio en aras de su posicionamiento comercial, de tal suerte que sus neologismos no son solo huéspedes perennes, sino parásitos de nuestro sistema de signos por los que nos vemos programados a reducir nuestra auténtica generación de nuevas voces.

Podríamos seguir rastreando los orígenes y causas de la integración de marcas de consumo en el lenguaje, pero no es éste el caso. Tan sólo queda observar atentamente cuáles serán los derroteros del habla. Ojalá no nos quedemos mudos de tanto decir para no decir.