31/8/11

"The Pursuit of Happyness"


The Pursuit of Happyness (2006) es una película estadounidense basada en una historia real, dirigida por Gabriele Muccino y protagonizada por Will Smith, en la que a mi gusto es su mejor interpretación y que le valió una nominación al Óscar como mejor actor, y Jaden Christopher Syre Smith, hijo de Smith en la vida real, y quien actuó, desfavorablemente, en el remake de The Karate Kid.

Chris Gardner es un vendedor brillante, pero su empleo no le permite cubrir sus necesidades básicas. Su mala fortuna y un mal negocio hacen que su esposa lo deje junto a su hijo de cinco años y que lo desalojen de su departamento en San Francisco, quedando en el total desamparo y la indigencia. Cuando Gardner consigue hacer unas prácticas sin cobro de salario en una famosa casa de bolsa, padre e hijo tendrán que afrontar enormes dificultades, aun entre ellos, para tratar de salir adelante. 

Las historias de superación y lucha contra la adversidad han tratado de inspirar a la humanidad desde sus mismos inicios, aunque el cine y la televisión las utilizan frecuentemente como entretenimiento manipulador de emociones. Empero, ocasionalmente surge alguna obra que evita caer en ese fácil nicho, ofreciendo una sólida narrativa sin empalagosos excesos y casi redimiendo a su género. En mi opinión, este filme es uno de esos raros supuestos que merece aplausos por su conciso manejo y por el eficiente trabajo de sus actores. En otras palabras, no hay drama artificial, villanos de caricatura o mágicos caprichos del escritor. Aquí uno halla buenas actuaciones, situaciones creíbles y una historia que progresa de manera natural, logrando que el espectador comparta la evolución del protagonista, sus triunfos y fracasos.

Es injusto no destacar la espléndida interpretación de Will Smith, percibiéndose en su forma de actuar las distintas etapas que atraviesa el personaje, que corren de un inicial y probablemente ingenuo optimismo a una severa tristeza que percibimos nítidamente en su alicaído rostro, al darse contra la pared una y otra vez.

He visto The Pursuit of Happyness varias veces, y si bien aprecio defectos en la misma, me parece una película adorable, de esas que no cansan, de las que vale la pena ver con los seres queridos, no sólo por la lucha para lograr un objetivo, sino por el hecho de que la terrible adversidad demuestra que la familia, a pesar de sus detractores, sigue siendo el núcleo de nuestra vida social, el lugar en donde encontramos el soporte desinteresado para seguir adelante. La escena final, sobria y exacta, sin chantajes, reconozco que me hace estrujar el corazón y me enchina la piel.

Una frase:

Y fue en aquella ocasión en la que pensé en Thomas Jefferson redactando la Declaración de la Independencia, en ese apartado en que hablaba acerca de la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad. Y medité en la manera en que supo escribir la palabra 'buscar' ahí en medio, como si nadie realmente pudiera alcanzar la felicidad ¿Significa que la felicidad es algo que estamos destinados a buscar, pero que nunca encontraremos?

30/8/11

La nacionalidad nace del espíritu y corazón



"Nuestra amistad no depende de cosas como el espacio y el tiempo".

Richard Bach

La segunda mitad del siglo XX en Sudamérica estuvo plagada de desencuentros, cuartelazos y golpes de Estado. Uruguay, ese pequeño y progresista país, no fue la excepción. En 1976 rompió con la democracia, influenciado por lo que sucedía en sus vecinos Argentina, Brasil, Chile y Paraguay, lo que obligó a muchos a huir, en busca de salvar el patrimonio, la libertad e incluso la vida.

Tal fue el caso de la familia García Naumis. Gerardo, el segundo de la descendencia, ingresó, al cuarto año de primaria, a mi escuela pública "Valentín Gómez Farías", y de inmediato congeniamos; en sus propias palabras: "fui su primer amigo mexicano". Nuestra amistad infantil trascendió los muros de la escuela, ya que pasamos infinidad de ocasiones en su casa o en la mía, charlando o jugando futbolito con la corcholatas conmemorativas del ya lejano mundial de 1978.

Nunca me consideré un mal estudiante, quizá destaqué un poco, pero el genio y la dedicación de Gerardo eclipsó de inmediato al salón y a toda la escuela. Siendo extranjero, concursó en "La Ruta de Hidalgo", imponiéndose a los representantes de varios centros educativos. Tuve el privilegio de ser miembro de la escolta, ceremonia cívica de altísimo valor en esas lejanas épocas, donde él era el orgulloso abanderado de un país que en ese momento no era suyo.

Acabó la primaria y, como suele suceder, nuestros caminos tomaron otros rumbos. No volví a saber nada de él hasta hace casi una década, cuando la revista Día Siete publicó un reportaje de los mexicanos jóvenes con mayor proyección. En esa lista se encontraba el doctor en física Gerardo García Naumis. Luego, si bien lo contacté vía telefónica, mis ocupaciones y las suyas impidieron que le diéramos forma al platicado café.

Hoy, cuando para mí lo importante tiene ese carácter y trato de dar el debido lugar y tiempo a lo que me plantea la vida, lo recordé. Un par de llamadas bastaron y 35 años después, los amigos de la primaria, los compañeros en la escolta, los encarnizados rivales en el tablero de fútbol, nos reencontramos.

El tiempo pasó, pero nos reconocimos de inmediato. Se planeó un frugal desayuno y al final nos quedamos casi cuatro horas charlando, a pesar de que soy sinónimo de prisa. Además de retomar el pasado, me enteré que es un cultísimo divulgador científico, poseedor de un buen gusto literario, un fino oído musical e integrante de una banda de rock. 

Al platicar de la inseguridad, tema hoy insalvable en cualquier mesa, y teniendo ofertas de varios lugares del mundo, me comentó que le debía tanto a México y a la UNAM, su alma mater, que lo último que pensaba era en emigrar, ya que aquí salvó la vida, formó una familia y tuvo educación, por lo que se sentía muy agradecido. Realmente me conmovió y me enseñó que la nacionalidad no nace de la tierra o la sangre, sino del espíritu y corazón.

Días después, me encontré con este mensaje en mi computadora:

Qué tal Ángel,

Fue un verdadero placer volverte a ver después de tantos años, me divertí mucho y me quedó claro de porqué éramos tan buenos amigos.

¡Es increíble haber conservado tantas cosas comunes!

"Me senté solitario". John Lennon


Me senté solitario bajo un árbol,
sumiso, gordo y pequeño.
Una pequeña dama me canta,
que para nada pude ver.

Miro hacia arriba y hacia el cielo,
para encontrar tal maravillosa voz.
Confundida confusión, me pregunto por qué,
escucho, pero no tengo opción.

"Habla, preséntate, me asombras",
grito con hierba y mentol.
"Sé que te escondes por este árbol"
pero aun así ella no se aparece.

Tal suave canto me hace dormir,
una hora o dos o algo así.
Despierto lentamente y echo un vistazo
y la dama aún no aparece.

Repentinamente, sobre una pequeña vara
creo que veo algo,
un pequeño cerdo diminuto,
que canta con toda su fuerza.

"Pensé que eras una dama".
Me río, bueno, con razón.
Para mi sorpresa la dama,
se levantó y se fue volando.

24/8/11

"Un libro bien hecho se lee mejor que uno mal hecho". Gabriel Bernal Granados


El primer contacto con los libros suele ser definitivo

No obstante, en el gran librero de casa de mis padres, lo que predominaba no eran los libros, sino las figuritas de bronce o de plástico que adornaban la mayoría de los libreros de las casas de la clase media mexicana. Había elefantes de plástico de tres tamaños diferentes sobre los estantes más altos, un perro de bronce y, en un compartimiento alargado, el más grande de todo el mueble, estaban las botellas de mi padre. Nunca las suficientes, a mi modo de ver, ni tampoco muy variadas. Tanto las botellas como los animales de plástico y los tomos de las enciclopedias que se habían adquirido con el propósito de resolvernos, a mis hermanos y a mí, problemas escolares en el futuro, tenían la intención de provocar una impresión falsa en el visitante. Porque mi padre no bebía ni era lector, y tener un librero con figuritas era una manera de afirmar la decencia de un hogar fundado sobre cimientos dudosos. La nuestra era una casa sin prosapia, sin historia; una casa surgida de la nada aparente en un barrio obrero de la ciudad.

En el ángulo inferior derecho de ese librero, en un compartimiento cerrado de dos anaqueles en su interior, había una pequeña colección de libros. Era difícil llegar a ellos porque la puerta que los clausuraba, al abrirse, chocaba con la esquina de uno de los sillones de la sala. Esto, en la mente de un niño, producía el efecto de una señal prohibitiva. Siempre que nos asomábamos a ese rincón era en los días en que faltábamos a la escuela estando enfermos o cuando teníamos la seguridad de que nadie nos veía.

De la sección clausurada del librero recuerdo la edición a la rústica de la colección Salvat de clásicos universales. Con estos libros había que tener un cuidado especial porque se desencuadernaban al primer intento de abrirlos, y no se diga de leerlos. Gracias a ellos me enteré, difusamente, de la existencia del joven Werther y de la leyenda de Edipo; el espectro de la colección llegaba a los libros de Pérez Galdós (Trafalgar), una antología poética de Antonio Machado y una novela de principio excelente, y desarrollo lamentable, de Pío Baroja (La busca); estaba Chéjov, Melville, Stevenson, Tolstói y en suma, lo necesario para convertirse en persona culta a temprana edad. Sin embargo, al margen de su contenido, había algo en esos libros que los hacía insípidos, algo relacionado con la encuadernación deficiente, el olor a papel barato y el diseño desafortunado de sus carátulas. Algo físico que producía rechazo y nos obligaba a hurgar con más ahínco entre los desordenados volúmenes.

Libros mucho más atractivos no tardaron en despertar en mí la codicia, acaso por el diseño de sus portadas y la sensación de poder, autoridad y relieve que se aloja en la pasta dura. Todavía, por ejemplo, sobrevive en mi biblioteca una colección de cuentos de Edgar Allan Poe, titulada caprichosamente Narraciones extraordinarias y no, como debía ser, Narraciones de lo grotesco y lo arabesco, y los Cien años de soledad de García Márquez. El título, en el caso de este último, estaba impreso en el lomo con letras doradas sobre fondo negro; la portada era una ilustración rebasada de colores vivos, que retrataba a una mujer sentada en una silla, previsiblemente sola, con la mirada baja en un piso de mosaico ajedrezado.      

Antes que el deseo de conocer, como sugiere Walter Benjamin en su ensayo sobre el coleccionismo de libros (Desempacando mi biblioteca), viene el deseo de poseer. Un libro bien hecho se lee mejor que un libro mal hecho. ¿Cuántas veces no hemos postergado la lectura de un libro por encontrar su diseño de mal gusto, o el diseño de sus interiores abigarrado e ilegible? No me refiero, al menos no aquí, a la atracción o el morbo que despierta la imagen en la libido del lector común, sino al orbe de sensaciones táctiles que acarrean factores externos como el formato, la encuadernación, el forro, el papel de interiores, las guardas, la caja tipográfica, la fuente, las cornisas… Todo esto genera un erotismo que arropa de una aura particular el acto de leer el libro.
           
Hay libros que no están hechos para ser leídos y que no obstante nos marcan con su presencia. En un rincón de la planta alta de la casa había, por ejemplo, un grueso volumen sobre matemáticas que mi padre había traído de su viaje a la Unión Soviética, antes de casarse con mi madre. Me gustaba abrirlo entre mis manos y hojearlo, sin importar que mi mente quedara en blanco antes y después de tomarlo y poseerlo de esa manera ingenua o, mejor dicho: diletante, sibarita. Nadie lo había leído y nadie, seguramente, lo leería, pero a ese volumen relativamente viejo y empolvado lo asistía el prestigio de venir de lejos, amén de estar bien encuadernado y bellamente diseñado en sus interiores. El papel era magnífico y modesto a la vez, ni enteramente blanco ni amarillo, y su textura lo suficientemente algodonosa para no pasar inadvertida al contacto con las yemas de los dedos. La seducción que ejercía sobre mi inconsciente de coleccionista prematuro residía no en una belleza abstracta, sino en la discreción y el buen gusto de un diseño bien ejecutado.
           
El universo de la biblioteca está cercado por la tentación de convertirnos en otros; iniciados en el rito arcano del conocimiento. Borges, quien recuerda en varios escritos autobiográficos la biblioteca de su padre en el barrio del Palermo, pondera, por encima de memorias asociadas a rincones de la casa paterna, el descubrimiento de los libros. En sus ficciones sobre bibliotecas comunica un vislumbre de ese vértigo difuso y al mismo tiempo tan real y tan antiguo. Sin embargo, un énfasis chabacano en este fervor por el libro puede traer como consecuencia el sinsabor de lo ridículo.
           
Umberto Eco, pensando justamente en ese aspecto de la imaginería borgesiana, concibió en El nombre de la rosa una biblioteca medieval bajo la forma de un laberinto. Y en mitad de ese laberinto colocó un enigma. La solución del enigma no nos subyuga tanto como la intriga y la atmósfera que le son propias: un veneno que tiene el sabor de la tinta, un acto amoroso entre una villana y un monje; un detective a medio camino entre Sherlock Holmes y Auguste Dupin; una serie de graves delitos; un laberinto escalonado y una serie de corredores falsos; un incendio y un libro prohibido, el tratado sobre la risa de Aristóteles. Valiéndose de una intrincada metáfora narrativa, Eco estaba connotando esa posibilidad de ridículo que formaba parte de la conciencia literaria de Borges. La escritura, entendida en cuanto ornamentación, y el gesto de asumirse uno mismo como escritor, desembocaría en una forma de vanidad atroz. “Desde antes de escribir una sola línea”, dice Borges, “supe que mi destino sería literario”, como si el destino no pudiera obviarse toda vez que se ha descifrado su signo. Hay una imperfección en este forma de deriva: la escritura no puede entenderse al margen de un mandato superior que, en el caso de Borges, incluiría las razones atrabiliarias de su familia y la escritura; asimismo, la escritura no puede entenderse al margen de una vida de relación, más o menos solapada, con un entorno que en cierta medida la condiciona y produce. No existe, por tanto, forma posible de “escritura pura”.
           
Este es el aspecto irónico de la cuestión. Hay otro, que oscurece nuestro horizonte con una pincelada de tenebrismo.
           
Son conocidos los capítulos del Quijote sobre bibliotecas. En ellos, los libros son sinónimo de una basura desquiciante, antiguallas a punto de vulgaridad y sobre todo herramienta nocivas que taladran el entendimiento con la paciencia de un gusano cuyo cometido sería la alteración de nuestro sentido de la realidad. Alonso Quijano pierde la razón y se transforma en el Caballero de la Triste Figura. La metamorfosis se debe al encantamiento de la letra impresa. Para revertir sus efectos, a la amas de don Quijote se les ocurre un remedio igual de práctico que una sangría de la época: prenderle fuego a la biblioteca. No era la primera vez que se hacía una hoguera con libros. Ni la última.
           
En una compañía o una institución política, al hombre que “sabe demasiado” se le considera un peligro. Cuando se le despide o se le “elimina” se realiza una quema simbólica de libros: el conocimiento atenta contra la estabilidad social en dos niveles, uno político, otro moral. Cabe un tercero: el estético, que llega a confundirse con los dos anteriores para generar una mezcla implosiva: Baudelaire, Lautréamont, Rimbaud.
           
En casa de mis padres los libros no estaban exentos de anatema, si bien la prohibición que pesaba sobre ellos erá más bien blanda. Si uno escarbaba lo suficiente en el escondrijo de aquel librero, se podía topar con obras como el Decamerón o el más explícito y conveniente A calzón amarrado (su formato de bolsillo permitía llevarlo a escondidas al cuarto). Tendríamos seis o siete años cuando empezamos a enterarnos de las cosas que se pueden hacer con el cuerpo, si uno tiene la disposición y el talento natural para ello. No cualquiera se atreve a interpretar la adaptación teatral de Naná cumpliendo al pie de la letra con las exigencias del libreto. Y no cualquiera se atreve a confesarlo en un libro de memorias donde esto constituye uno de sus episodios más discretos. En el caso de la autobiografía de la Serrano no se cumplían para nada los preceptos del coleccionista: la edición era mala y las fotografías que ilustraban la portada y el portafolios de los interiores eran de mal gusto. A su favor actuaba, sin embargo, la procaz excentricidad del título y el placer prohibido de bajar a hojear sus páginas los sábados en la tarde, cuando el tedio hacía presa fácil de nuestros padres y los orillaba a contemplar en el televisor, como hipnotizados, las películas del periodo ye-ye del cine mexicano.
           
Con los años, la oferta bibliográfica de casa de mis padres se fue agotando y yo me vi en la necesidad de ampliar mis horizontes. Al tiempo que me volvía lector de libros serios iba notando en mis padres una preocupación creciente. Dejaba de ser el niño extrovertido de los años de la escuela primaria y se me acendraban los modales típicos del huraño. La inevitable edad de la punzada, decían, mientras que mi cercanía de otros años se troncaba en una lejanía rayana en un orgullo excesivo, en una afectación que ellos identificaban con el engreimiento.
           
Mis padres tenían razones de peso para mirar con recelo una transformación adolescente excesiva. En sus familias había existido personajes de dudosa reputación conocidos como “intelectuales”. Los brotes de esta enfermedad no habían sido más de dos, uno por familia, y sin embargo eran suficientes para hacerlos temer la persistencia del karma.
           
Cuando la madre de Mercedes, prima hermana de mi abuela materna, murió de leucemia a los treinta y ocho años, su hija se mudó a casa de sus tíos, es decir, mis abuelos y padres de mi madre. Ella y Mercedes eran como el agua y el aceite: a una la rondaban los pretendientes como moscas a la miel y a la otra ni quien le hiciera caso. A cualquier hora del día, a Mercedes se le veía con un libro abierto o bajo el brazo. Era poco comunicativa y cuando se le preguntaba una cosa, por más inofensiva que ésta fuese, ella contestaba con un sarcasmo. Sus dones para enervar al prójimo eran notables. Todavía recuerdo la rabia contenida que reverberaba en las pupilas de mi madre cuando me contaba la anécdota del baile de graduación. Mi madre se graduaba de la Escuela Normal Superior y había extraviado sus guantes. Mercedes, dos años más grande, ya había pasado por ese trance y guardaba los suyos celosamente en uno de los cajones de su cómoda. Por más que mi madre insistió, ella se negó a prestárselos. Mi abuelo, estupefacto e impotente frente a la negativa de la muchacha, tuvo que salir en ese momento a la calle a comprar unos guantes nuevos. Nadie en la familia veía con buenos ojos las inclinaciones intelectuales de Mercedes, quien a la larga no terminó dedicándose a los libros ni a cosa parecida pero dejó como secuela una aversión y una desconfianza en mi madre por todo lo relacionado con su nefasta influencia. De esos años de su trato con Meche, mi madre derivó la certeza de que el roce inmoderado con los libros puede convertir a las personas en seres despreciables y mezquinos.
           
El trato de mi padre con los “intelectuales” fue menos dramático, pero en cierto sentido fue mucho más real. Su amigo de toda la vida, el señor Urbino, era un experto en solución de crucigramas y un apasionado de los libros de historia. La holgada situación económica de su padre le había dado para terminar la carrera de contador y, con los años, delegar la administración de su propio negocio y dedicarse a su pasión secreta: los libros.
           
Debido muy probablemente a la atracción que los opuestos ejercen entre sí, y al efecto que mi padre sentía por el señor Urbino, a éste se le toleraba en casa cuanta broma de ingenio se le ocurría gastar. Las agudezas del señor Urbino con frecuencia se salían de tono y entraban en el plano de la humillación restringida. La manera en que el señor Urbino hacía valer su condición de hombre “erudito” era de una malevolencia que se satisfacía en sí misma y no tenía mayor finalidad que la concupiscencia del alarde, de la constante gesticulación de sus brazos que elevaba sus desmanes por encima del entendimiento de los demás. A lo más que llegaba mi padre en caso de perder la paciencia con su amigo era a salirse de la habitación donde estaba conversando, postergando así la reanudación de su amistad para un momento más propicio.
           
Un día, sin embargo, el señor Urbino no fue tolerado más en casa. Nunca supimos el porqué de ese cambio de actitud tan radical en mi padre. Tampoco presenciamos el momento de la ruptura y los pormenores han quedado sepultados para siempre en la memoria y la discreción de mi abuela. ¿Qué fue lo que hizo el señor Urbino que tanto molestó a mi padre y convirtió su nombre en un misterio tan desagradable como la lepra? Quizá no fue una sola acción sino un conjunto de acciones lo que motivó la renuencia definitiva de mi padre a seguir tratando a su viejo amigo. Lo único cierto fue que en su lecho de muerte le prohibió a mi madre que este hombre volviera a poner un pie dentro de la casa, sin importar qué tan buenas fueran las intenciones que argumentara. Así, el estigma del intelectual, o del hombre afinado en sus modales por el trato frecuente con los libros, quedó grabado en la puerta de la casa con la violencia de una prohibición: “No pasarán”.
           
Con estos antecedentes en la familia era difícil que mi creciente afición a los libros contara con el beneplácito de mis progenitores. Mi padre, el más renuente de los dos, recurrió a todos los métodos de inducción del comportamiento que se le vinieron a la cabeza, con resultados previsiblemente nulos. Su claudicación, al final de una serie de combates cruentos, fue en igual sentido previsible: el silencio. Dejamos de hablarnos los últimos seis años de su vida, que fueron asimismo los mismos seis años que duró su enfermedad.
           
En esa época llegué a descubrir cuán irritante puede resultar el ocioso para el espíritu de un hombre en quien la palabra trabajo tiene una secreta connotación fabril. Una mañana pegajosa de junio estaba leyendo Crimen y castigo echado en el sillón de la sala de la casa mientras esperaba pacientemente la publicación de los resultados de los exámenes de admisión a la universidad. Todos estaban o en el trabajo o en la escuela y no había nada ni nadie que me perturbara. De pronto apareció mi padre y, no recuerdo ahora por qué motivo, me ordenó que me levantara y me pusiera a hacer algo útil. Como no lo obedecí sus ojos se encendieron como nunca y empezamos una discusión de aquéllas. Mi padre era inhábil para la polémica y los músculos de mis piernas estaban entumidos por la continuada lectura. Estábamos, por así decir, en igualdad de condiciones y nada nos impedía llegar a los puños. Nada tampoco hubiera impedido mi derrota. De haberlo querido, mi padre me hubiera hecho pedazos, y quizás ese era su motivo secreto, inconfesado. Hubo gritos y amenazas, pero al final mi padre se contuvo. Yo salí de la casa y fui a dar uno de mis acostumbrados paseos por el Centro.



21/8/11

Tira lodo que algo quedará


Hoy la moda es opinar. Todos sabemos de todo y de todos, aunque en realidad, ignoremos todo. Y en ese afán de ser escuchado, no nos detenemos a pensar si con nuestras palabras podemos destruir el honor, la reputación, el buen nombre o la consideración que sobre un tercero guardan los demás.

México, al igual que muchos países de habla hispana, sufrió durante el siglo pasado regímenes dictatoriales, en donde la disidencia era marginal y de una u otra forma reprimida. Los medios de comunicación parecían agencias de noticias gubernamentales que solo difundían los "logros" del jefe en turno y denostaban al opositor. La censura era el pan nuestro de cada día.

La transición de la que fuimos testigos en el año 2000, entre tantas esperanzas, nos abrió la puerta a la libre circulación de las ideas, al debate y a la crítica, elementos necesarios en una democracia participativa que escucha e incluye.

No obstante, esta amplia libertad de expresión no se ha usado con la responsabilidad que corresponde.  Hoy vemos a empresas concesionarias de televisión, en franca violación a la ley de la materia, apoyar a candidatos; a programas donde la procacidad, el insulto y el morbo es la renta; a informadores que juzgan procesos penales en los medios, arruinando para siempre la presunción de inocencia a la que tenemos derecho; a publicidad chatarra, nociva para la salud e incluso, franca pornografía. Pero lo más grave es que quien resulte afectado por algún aserto no tiene el más mínimo derecho de réplica o de defensa que le permita ser resarcido del daño causado: "tira lodo que algo quedará", reza el dicho.

Han existido diversos intentos de evitar este abuso; todos han fracasado por las diversas campañas de los dueños del cuarto poder y bajo la falacia de una "ética personal" para autorregularse. La única legislación vigente en la materia data de 1917, es decir, desde hace casi un siglo, cuando los únicos medios de información eran los periódicos y las gacetillas, y el índice de analfabetismo en el país era muy alto. Así, la Ley de Imprenta, quizás uno de los ordenamientos federales más antiguos aún vigentes junto con el Código de Comercio, ha quedado totalmente rebasada ante los adelantos tecnológicos en la materia.

Además, a través de las redes sociales, la pesadilla para quien sufre una calumnia puede ser mayor. Cuando un locutor de televisión difama, con todas las ofertas que hoy tenemos y con la poca o nula credibilidad que el sujeto tenga, los que saben leer la nota lo contextualizarán. Pero ¿qué hacer cuando miles y miles de voces difunden un rumor, sin que les conste, amparados en el anonimato que les proporciona una computadora? ¿Cómo reparar el daño causado si se demuestra que el dicho es falso? Casos muy conocidos me vienen a la mente, lo cual me aterroriza, ya que si antes no teníamos derecho de defensa contra el personaje que frente a una cámara, un micrófono o una pluma nos imputaba un hecho falso y deleznable, ¿qué hacer ante la mentira y el insulto que en un segundo se puede propagar en la red?

En 1883, el escritor francés Guy de Maupassant, en una colaboración para el periódico Gil Blas, hace esta referencia:

"Hace poco, mientras leía una novela reciente me planteé esta pregunta difícil de responder: ¿Hasta dónde llega el derecho del novelista a saltar por encima del muro de la vida privada y captar en la esencia del vecino, los detalles escabrosos que necesita para su novela?...

"La ley, siempre fácil de esquivar, prohíbe la maledicencia y la castiga

"En general, los novelistas defienden con razón su derecho a servirse de todo espectáculo humano que pase ante sus ojos…

"¿El hombre de letras tiene o no derecho, el derecho moral, a hacer eso?

"La vida humana, toda la vida que pasa ante nuestros ojos, nos pertenece como novelistas, pero no como moralistas. Me explico. Creo que en ningún caso tenemos derecho a designar a alguien, incluso si utilizamos un hecho que, por su propia existencia, es interesante para nuestro arte. Toda persona tiene derecho de ser respetada

"El novelista no es un moralista. Su misión no es la de corregir o modificar las costumbres. Su papel se limita a observar y escribir, según su modo de ver las cosas, según los límites de su talento. Apuntar hacia alguien es un acto deshonesto, primero como artista y, después, como hombre... 

"En ciertos casos, el público se indigna con facilidad y, en otros, revela una curiosidad tan estúpida como malsana… adora el escándalo cuando no sospecha que no le puede tocar a él, pero se indigna cuando cree que un día le puede llegar su turno...".

Para variar, en México este tema no es prioritario. Inglaterra, por ejemplo, donde hay una prensa feroz, goza de una legislación eficiente, misma que puede llevar a un intocable Rupert Murdoch al borde del colapso, como consecuencia de sus despreciables actos.

Al tener la suerte de convivir con gente "famosa", he notado que se cuidan, al estar en público, a niveles extremos. Todo ello propiciado por los medios que pagan importantes cantidades al caníbal que logre la foto comprometedora, la que vende. Recuerdo el caso de un futbolista fotografiado y exhibido en un centro nocturno, hecho que hasta el matrimonio casi le cuesta, sin que se supiera el nombre del indigno sujeto que lo cazó, lo que hacía a esas horas en ese lugar y cuánto dinero le pagó la revista que difundió la exclusiva.

En diversos países europeos, en particular Francia y España, se ha pretendido regular el uso responsable del Internet, aunque encaminado a terminar con la piratería y con resultados magros hasta el momento. Mientras el derecho todavía tiene mucho que aprender sobre la autopista de la información, solo nos queda apelar a la ética y a la responsabilidad. No hay más.

14/8/11

"La felicidad de desear, que es amor, es más que el deseo de la felicidad, que es esperanza". André Comte-Sponville


¿Qué deseamos nosotros? El placer, la alegría, la felicidad. Las tres cosas van unidas, o mejor: ninguna es nada sin las demás. ¿Ser feliz? Es disfrutar y regocijarse, y que dure, dure, dure... ¿Y cómo es que resulta tan difícil? Es lo que debemos comprender para que no sea del todo imposible.

¿Qué es el deseo? Podemos imaginarlo de dos maneras distintas: como carencia o como fuerza. De ahí dos filosofías opuestas, entre las cuales no dejamos de oscilar. Ambas son verdaderas. La ambivalencia es lo propio del hombre.

Primero, pues, la carencia. Es el deseo según Platón. Es el deseo según Sartre. Es el deseo según cualquiera: el deseo ávido, voraz, devorador. ¿Qué deseamos? Aquello que no tenemos. Aquello que nos falta. “El hombre es fundamentalmente deseo de ser”, escribe Sartre en El ser y la nada, y “el deseo es carencia”. Es lo que nos condena a la nada: el hombre es el único ser que se define como “carencia de ser”.

El único ser que carece de sí mismo y de todo. Es el deseo mismo. Es el hombre mismo. Solamente deseamos, decía Platón, “lo que no es actual ni presente”. Y dando en el clavo: “Lo que no tenemos, lo que no somos, aquello de lo que carecemos, he aquí los objetos del deseo y del amor”. Ésa es la experiencia de todos. ¿Cómo no desear lo que nos falta? ¿Cómo desear lo que no nos falta? Y ésta es la desgracia de todos, o al menos lo que no separa de la felicidad dentro del propio movimiento que la persigue.

¿Qué es, de hecho, ser feliz? Es tener lo que deseamos. Pero si el deseo es carencia, yo solo deseo, por definición, lo que no tengo. ¿Cómo podría ser feliz? ¿Cómo podría tener lo que deseo, puesto que solo lo deseo en tanto que me falta, en tanto que no lo tengo? “¡Qué feliz sería si tuviera trabajo!”, se dice el parado. Y aquel que lo tiene: “¡Qué feliz sería si ganara la lotería, si pudiera dejar de trabajar!”. La falta de trabajo es una desgracia. Pero cuando el trabajo ya no falta, ¿quién no desea el descanso, las vacaciones, la libertad? Todos deseamos lo que no tenemos, a eso lo llamamos el deseo. Por ello deseamos la felicidad y por ello huye de nosotros. Woody Allen dijo lo esencial en una frase: “¡Qué feliz sería si fuera feliz!”. ¿Cómo podría serlo, puesto que espera llegar a ser feliz?

Si el deseo es carencia, y en la medida en que es carencia, la felicidad ha fallado. No por el hecho de que ninguno de nuestros deseos no haya sido nunca satisfecho queda abolido como deseo: el hambre desaparece con la saciedad, igual que el deseo sexual con el orgasmo. “El placer escribe Sartre es la muerte y el fracaso del deseo”. ¿Filosofía masculina? Puede ser. Pero finalmente la bulimia, alimentaria o sexual, tampoco es una solución.

Cuando deseamos lo que no tenemos, sufrimos por esa carencia; y en cuanto tenemos algo ya no lo deseamos, y nos aburrimos. Aquí pasamos de Platón a Schopenhauer. O de Proust a Proust. Albertina presente, Albertina desaparecida… Cuando ella no está aquí, él sufre de una manera atroz: está dispuesto a todo para que ella regrese. Cuando ella está aquí, él se aburre: está dispuesto a todo para que se vaya o para reemplazarla por otra". Esto es verdad en todos los campos. ¿Quién no desea preferentemente el dinero que no tiene, la casa que no tiene, el hombre o la mujer que no tiene? ¿El amor es una excepción? Tal vez, cuando es feliz o mientras lo es. Pero ¿quién no ve que la carencia es la regla? “Mientras permanece alejado el objeto de nuestros deseos escribía ya Lucrecia nos parece superior a todo lo demás; una vez nuestro, deseamos otra cosa, y la misma sed de la vida nos tiene siempre en vilo". Y Schopenhauer: “De esta manera toda nuestra vida oscila, como un péndulo, de derecha a izquierda, del sufrimiento al aburrimiento”. Sufrimiento por no tener lo que deseamos, aburrimiento por tener lo que ya no deseamos más… ¡Qué fácil es el amor! ¡Qué difícil es la pareja!

Estos análisis, que aquí apenas puedo esbozar, tienen su parte de verdad. Si solo hubiera esto, sin embargo, toda felicidad sería imposible, y el suicidio, sin duda, la mejor solución… Si vivimos, si insistimos en vivir, es que debe haber algo más. ¿Qué? El placer. La alegría. La felicidad, a veces. Pero, ¿cuándo hay placer?, ¿cuándo hay alegría?, ¿cuándo hay felicidad? Cuando deseamos lo que tenemos, lo que hacemos, lo que es, lo que no nos falta… Hay placer, alegría, felicidad, cada vez que Platón se equivoca, y si esto no es suficiente para refutar el platonismo (¿por qué el placer tendría que tener razón?), es en cualquier caso una poderosa razón para no ser platónico.

Entre el sufrimiento del hambre y el aburrimiento de la saciedad, ¿qué tenemos? El placer de comer. ¿Y entre la frustración y el post coïtum triste, qué? El placer del orgasmo, el placer del deseo, que es más duradero, el placer, entre amantes, del dar y del recibir, del dar y del abandonar, de lo obscuro y de la alegría, de lo obsceno y del amor… Todas las parejas saben esto, cuando son felices. Hacer el amor, cuando se aman, no es desear el orgasmo ni no sé qué fusión imposible, que nos hiciera falta. Es desear a aquel o a aquella que no falta, que está aquí, que se entrega, que se abandona, ¡y por ello es tan bueno, tan dulce y tan fuerte! Ya no es el vacío devorador del otro; es la plenitud colmante y colmada de su existencia, de su presencia, de su goce, de su amor… ¿Qué deseamos? Que el otro sea, y que esté aquí, y que se entregue o nos tome… Es exactamente lo que ocurre: ¿cómo no deberíamos estar colmados? ¿Después del coito, qué? La gratitud, la dulzura, la felicidad de amar y de ser amado.

Ya no se trata del deseo según Platón o Sartre; es el deseo según Epicuro, Spinoza o Nietzsche. Tampoco la nada, sino el ser. Tampoco la carencia, sino la fuerza. Tampoco la pasión, sino el acto. Tampoco el amor que soñamos, sino el que hacemos. Sabiduría del cuerpo. Sabiduría del deseo: ¡capacidad de gozar, y goce en potencia!

Desear el alimento que no tenemos es tener hambre, y es un sufrimiento. Desear el alimento que tenemos, el que no falta, es comer con buen apetito: es un acto, y es un placer.

Desear al hombre o a la mujer que no tenemos es una frustración o una pena. Desear a aquel o a aquella que tenemos (o más bien que está aquí: lo o la tenemos solo porque él o ella se entrega), es una alegría y es una felicidad.

Debemos desear lo que nos falta, y sufrir. O bien desear lo que existe, y disfrutar de ello. Este sufrimiento es amor. Esta alegría es amor. Pero son dos amores distintos: el amor según Platón (la pasión, la carencia: eros), el amor según Spinoza (la acción, la alegría: philia). No nos apresuremos demasiado en elegir uno u otro. Ambos deben ser vividos, y a veces simultáneamente. Ambos nos iluminan. Pero uno acerca de la nada que nos retiene. El otro acerca de lo real a lo que estamos sujetos. Por ello no hay amor dichoso, mientras amemos solamente aquello que nos falta, ni dicha sin amor cuando disfrutamos de lo que existe.

¿Qué es lo que debemos comprender? Que lo real no falta nunca. Por ello la felicidad de desear, que es amor, vale más que el deseo de la felicidad, que solo es esperanza.

6/8/11

Nacido para intentar ser libre


"Nacimos para ser salvajes, podemos escalar tan alto y no morir nunca".

Dennis Edmonton

Viajar es un placer, por lo que siempre trato de aquilatar al máximo la oportunidad de hacerlo, lo cual me implica, entre otras tantas cosas, algo más que la postal y la foto, sino el intentar conocer la idiosincrasia de los residentes del lugar en el que me encuentro.

En algún reciente paseo, en camino hacia al Monte Rushmore, en Dakota del Sur, decidí detenerme en una pequeña población en Wyoming, estado de bellos paisajes y asociado a la legendaria historia del viejo Oeste estadounidense.

Sin embargo, no fueron émulos de Wyatt Earp o del General Custer lo que vi. Mi sorpresa fue mayúscula al encontrarme con gente de más de cincuenta años, ataviada con chamarras de cuero, grandes botas y largos cabellos, fruto de años de cuidado y crecimiento. Orgullosos poseedores de potentes y bellas motocicletas Harley-Davidson, estos singulares sujetos hacían un alto en el camino, en su irrefrenable ir y venir para acumular asfalto y vida.

Al encontrarnos con personas que en principio son diferentes a nosotros, lo primero que viene a nuestra mente es la forma en que suponemos pierden el tiempo o lo cómico que pueden parecernos, cuando quizás ellos estén aprovechando el suyo mejor y bajo la premisa de que la comicidad es un estado de ánimo o una manera de concebir la existencia.

La congruencia entre el decir y hacer lo que uno disfruta, sin detenerse a pensar en anacrónicos convencionalismos sociales y sin causar dolosamente daño, nos acerca a la  plenitud con mayor celeridad que a los amargados de profesión, para los cuales se subsiste solo como ellos dictan, aunque internamente se lamenten de lo que no fue y ya no será.

La gente eternamente joven, la nacida para ser salvaje, es la que degusta y vive la vida a su manera, y sin importarle lo que los demás opinen. Su energía vital está en unas motocicletas que rugen y que ansían descubrir nuevos mundos. Esos seres humanos realmente libres son los que dan color a nuestro entorno y de los cuales está ávida la humanidad, ya que nos ayudan a salir de nuestro conformismo y abulia, marcando el rumbo del tan ansiado cambio de paradigmas. No necesitamos tener el cabello largo para ser jóvenes de pensamiento e iconoclastas de espíritu.