10/7/11

"Los vivos no somos más que muertos que aún no hemos entrado en funciones". Marcel Proust


Quizá no hubo días en nuestra infancia más plenamente vividos que aquellos que creímos dejar sin vivirlos, aquellos que pasamos con un libro favorito. Todo lo que, al parecer, los llenaba para los demás, y que rechazábamos como si fuera un vulgar obstáculo ante un placer divino: el juego al que un amigo venía a invitarnos en el pasaje más interesante, la abeja o el rayo de sol molestos que nos forzaban a levantar los ojos de la página o a cambiar de sitio, la merienda que nos habían obligado a llevar y que dejábamos a nuestro lado sobre el banco, sin tocarla siquiera, mientras que, por encima de nuestra cabeza, el sol iba perdiendo fuerza en el cielo azul, la cena a la que teníamos que llegar a tiempo y durante la cual no pensábamos más que en subir a terminar, sin perder un minuto, el capítulo interrumpido...

...Y alguna vez en casa, en mi cama, mucho después de la cena, las últimas horas de la jornada abrigaban también mi lectura, aunque esto solo sucedía los días en que había llegado a los últimos capítulos de un libro, en que ya no quedaba mucha lectura para llegar al final. Entonces, afrontando el riesgo al castigo si llegaba a ser descubierto y el insomnio que, una vez terminado el libro, podía llegar a prolongarse durante toda la noche, en cuanto mis padres se habían acostado volvía a encender la lámpara...

...Una vez leída la última página, el libro estaba acabado. Había que frenar la loca carrera de los ojos y de la voz que los seguía en silencio, deteniéndose únicamente para volver a tomar aliento con un profundo suspiro. Entonces, para conseguir con otros movimientos calmar los tumultos desencadenados en mí desde hacía tanto tiempo, me levantaba, me ponía a andar a lo largo de la cama, con los ojos todavía fijos en algún punto que en vano hubiéramos buscado dentro de la habitación o fuera de ella pues estaba situado a una distancia anímica, una de esas distancias que no se miden por metros o por leguas, como las demás, y que es por otra parte imposible confundir con ellas cuando se mira a los ojos "perdidos" de aquellos que están pensando "en otra cosa". Entonces, ¿qué es lo que pasaba? ¿Aquel libro no significaba nada más? Aquellos seres a los que habíamos prestado más atención y ternura que a las personas de carne y hueso, no atreviéndonos nunca a confesar hasta qué punto los amábamos, e incluso cuando nuestros padres nos sorprendían leyendo y parecían reírse de nuestra emoción, cenando el libro con una indiferencia afectada o un aburrimiento fingido; aquellas personas por las que habíamos temblado de emoción y sollozado, no volveríamos a verlas, no volveríamos a saber ya nada de ellas... Nos hubiera gustado tanto que el libro continuara y, en el caso de que esto fuera imposible, saber alguna cosa más de todos aquellos personajes, conocer algo de sus vidas, emplear la nuestra en cosas que no fuesen tan ajenas al amor que nos habían inspirado y cuyo objeto de pronto nos faltaba, no haber amado en vano, durante una hora, a unos seres que mañana no serían más que un nombre sobre una página olvidada, en un libro sin relación con la vida y sobre cuyo valor nos habíamos equivocado completamente puesto que su función aquí en la tierra, ahora lo comprendíamos y nuestros padres nos lo hubieran hecho saber, si hubiera sido preciso, con una frase desdeñosa, no era en absoluto, como habíamos creído, la de contener el universo y el destino, sino la de ocupar un lugar bastante limitado en la biblioteca... 

...Y es ésta, efectivamente, una de las grandes y maravillosas cualidades de los bellos libros (y que nos hará comprender el papel a la vez esencial y limitado que la lectura puede desempeñar en nuestra vida espiritual) algo que para el autor podría llamarse "Conclusiones" y para el lector "Incitaciones". Somos conscientes de que nuestra sabiduría empieza donde la del autor termina, y quisiéramos que nos diera respuestas cuando todo lo que puede hacer por nosotros es excitar nuestros deseos. Y esos deseos, él no puede despertárnoslos más que haciéndonos contemplar la suprema belleza que el último esfuerzo de su arte le ha permitido alcanzar. Pero por una singular ley, providencial por añadidura, de la óptica de la mente (ley que significa tal vez que no podemos recibir la verdad de nadie y que debemos crearla nosotros mismos), aquello que es el término de su sabiduría no se nos presenta más que como el comienzo de la nuestra, de manera que cuando ya nos han dicho todo lo que podían decirnos surge en nosotros la sospecha de que todavía no nos han dicho nada. Por lo demás, si les planteamos cuestiones que no pueden resolver, les estamos pidiendo también respuestas que no nos aclararían nada. Pues no es más que una consecuencia del amor que los poetas despiertan en nosotros por lo que concedemos una importancia literal o cosas que no son para ellos más que la expresión de emociones personales…

...Tal es el valor de la lectura y ésta es también su insuficiencia. Es conceder un papel demasiado grande, a lo que no es más que una iniciación, erigirla en disciplina. La lectura se encuentra en el umbral de la vida espiritual; puede introducirnos en ella; pero no la constituye…

...Mientras la lectura sea para nosotros la iniciadora cuyas llaves mágicas nos abren en nuestro interior la puerta de estancias a las que no hubiéramos sabido llegar solos, su papel en nuestra vida es saludable… 

...Sin duda, la amistad, la amistad que con respecto a los individuos es algo frívolo, y la lectura es una amistad. Pero al menos es una amistad sincera, y el hecho de que se profese a un muerto, a un ausente, le da algo de desinteresado, algo casi conmovedor. Se trata además de una amistad desprovista de todo aquello que afea las demás amistades. Como en el fondo todos nosotros, los vivos, no somos más que muertos que todavía no hemos entrado en funciones, todos esos cumplidos, todas esas reverencias en el vestíbulo que llamamos deferencia, gratitud, afecto, con las que mezclamos tantas mentiras, son inútiles y fastidiosas. Más aún desde las primeras relaciones de simpatía, de admiración, de agradecimiento, las primeras palabras que pronunciamos, las primeras cartas que escribimos, tejen a nuestro alrededor los primeros hilos de un entramado de hábitos, de una manera de comportarnos, de los que ya no podremos desembarazarnos en las amistades siguientes; sin contar que durante todo ese tiempo las palabras excesivas que hayamos pronunciado permanecen como letras de cambio que deberemos pagar, o que pagaremos más caro todavía con toda una vida de remordimientos el haber dejado protestarlas. En la lectura, la amistad a menudo nos devuelve su primitiva pureza. Con los libros, no hay amabilidad que valga. Con estos amigos, si pasamos la velada en su compañía, es porque realmente nos apetece. A menudo tener que dejarlos contra nuestra voluntad. Y una vez nos hemos ido, ni sombra de esos pensamientos que echan a perder la amistad: ¿Qué habrán pensado de nosotros?  ¿No habremos estado faltos de tacto?  ¿Hemos gustado?, y el miedo a que prefieran a cualquier otro. Todos estos sobresaltos de la amistad desaparecen en el umbral mismo de esta amistad pura y tranquila que es la lectura ... cuando nos aburre, no nos preocupa parecer aburridos, y cuando estamos definitivamente cansados de su compañía, le devolvemos a su sitio sin miramientos... La atmósfera de esta amistad pura es el silencio, más puro que la palabra. Pues solemos hablar para los demás, y en cambio nos callamos cuando estamos con nosotros mismos. Además el silencio no lleva, como la palabra, la marca de nuestros defectos, de nuestros fingimientos. El silencio es puro, es realmente una atmósfera. Entre el pensamiento del autor y el nuestro no interpone esos elementos irreductibles, refractarios al pensamiento, de nuestros diferentes egoísmos. El lenguaje mismo del libro es puro (si el libro merece este nombre), transparente merced al pensamiento del autor que le ha aligerado de todo lo accesorio hasta conseguir su imagen fiel; cada frase, en el fondo, se parece a las otras, pues todas son pronunciadas con la misma inflexión de una personalidad; de ahí esa especie de continuidad, que las relaciones de la vida y aquellos elementos extraños que se mezclan con el pensamiento excluyen, permitiendo enseguida seguir la línea misma del pensamiento del autor, los rasgos de su fisonomía que se reflejan en este sereno espejo. 

A veces nos encontramos a gusto en su compañía sin necesidad de que sean admirables, pues supone un gran placer para el espíritu contemplar estas pinturas profundas y profesarles una amistad sin egoísmo, sin frases hechas, desinteresada…

4 comentarios:

  1. ¡Cómo resulta inevitable la frustración de cuando uno termina de leer su libro favorito! Me ha pasado con tantos, pero en especial con "Romeo y Julieta", "Cien años de soledad" y "Aura". Sin duda son historias que molestan, por no saber más de los personajes, por imaginar como hubiese podido seguir sus vidas, pero los autores te detienen en el momento justo. La lectura te traslada y te hace espectador de una magnífica película, donde el guión esta predestinado, pero los actores y los escenarios son perfectos y geniales, por ser exactamente como nuestro inconciente lo maneja.

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  2. No existe nada mejor que terminar un libro e imaginar y añadir como hubiera sido un mejor final de la historia.

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  3. Lo mejor de los libros es imaginar todos los escenarios como uno mejor lo desee y despertar todas la emociones que el libro nos puede dar

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  4. Lo mejor de leer un libro es ir imaginando la historia, ir formando y creando la historia en tu mente, crear los escenarios en los cuales se van desarrollando la historia!

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