20/10/13

"El poder del hambre". Joseph Conrad


Ningún miedo logra resistir el hambre, ni hay paciencia que pueda soportarla. La repugnancia sencillamente desaparece cuando llega el hambre, y en cuanto a la superstición, creencias, y lo que ustedes podrían llamar principios, pesan menos que una hoja en medio de la brisa. ¿Saben lo diabólica que puede ser una inanición prolongada, su tormento exasperante, los negros pensamientos que produce, su sombría y envolvente ferocidad. Bueno, yo sí. Le hace perder al hombre toda su fortaleza innata para luchar dignamente contra el hambre. Indudablemente es más fácil enfrentarse con la desgracia, con el deshonor, con la perdición del alma, que con el hambre prolongada.

13/10/13

"El porvenir del mundo de la literatura depende de esto". Jean Echenoz


Después, los siguientes libros —los míos— no volverán a plantear ningún problema en particular. Salvo, casi siempre, aquellos derivados de las comas, única divergencia estética profunda entre nosotros. Jérôme Lindon es partidario, siempre que sea posible, de una puntuación demostrativa de la frase con la ayuda de las comas, mientras que yo sostengo que es mejor, mientras se pueda, prescindir de ellas. De modo que llegamos a pasar buenos ratos hablando sobre lo oportuno o no de una coma, desplegando —porque finalmente, a partir de aquel momento, hablábamos y nos reíamos mucho juntos— interminables alegatos sobre este asunto, como si el porvenir del mundo de la literatura dependiera de ello, algo que en aquel momento, en nuestra opinión, era el caso. A veces yo cedía sobre una determinada coma, pero en otras ocasiones era él quien lo hacía sobre alguna otra. A pesar de la auténtica y seria apuesta que es la coma, que quede claro que nos divertíamos mucho.


10/10/13

En descargo de los maestros


La docencia es una profesión vilipendiada e incomprendida en nuestro país. La cerrazón, la sordera y el desprecio por esta actividad, constituyen una de las causas por la que México padece un enorme atraso educativo. Esta actitud puede deberse a que sus detractores nunca han estado frente a un salón de clases buscando despertar curiosidad e interés. Ellos se lo pierden, ya que la academia no necesita gente negativa y pedante.

Dar clase ha sido motor de mi existencia. Hace ya mucho tiempo que lo hago; y aunque las escuelas, las materias y los fines han ido mutando, el placer de charlar y aprender de jóvenes deseosos de hallar su camino en el mundo —y de ayudarme, inconscientemente, a dilucidar el mío— es una buena razón para desempeñarla.

He tenido experiencias buenas y malas, como en todo; mas el hecho de que alguien me salude en la calle con un afectuoso "Maestro", me hace sentir que sembré algo y que, en la medida de mis fuerzas y convicciones, traté de hacer lo posible por volver este mundo más respirable. 

Si bien los temas se repiten, intento hacer con cada nuevo grupo algo distinto. Así, a partir de ciertos cursos de redacción, decidí implementar la obligación de que los alumnos leyeran, frente a todos sus compañeros, un texto de su autoría con un tema y extensión preestablecido; esto con el fin de ayudarlos a mejorar su capacidad de síntesis, oratoria y desenvolvimiento. El experimento desbordó mis expectativas y se convirtió en un sano espacio de relajación, mutuo conocimiento y camaradería; puede que así nazcan las verdaderas amistades, las que no reflejan egoístas intereses. 

De tantos trabajos que se leyeron, decidí conservar los dos siguientes, respetando sus virtudes y defectos, para mañana releerlos, recordar el porqué me gusta ser universitario y, quizá, mantener eterna mi propia luz.

Adolfo Canales Muñoz

Si estuviera en una isla desierta con una persona del salón ¿quién sería? La verdad no es una pregunta que me había hecho antes y, cuando la planteamos, no pensé que me fuera a tocar pasar al frente. 

La verdad es una decisión difícil y más teniendo en cuenta el tan buen nivel de mujeres "que se maneja en este salón". No quiero limitarme y, ya que estamos planteando una situación un poco ficticia, creo que la respuesta puede ser de ese tipo. 

Si tuviera que escoger a una chica de este salón tendría que ser alguien con la inteligencia de Dari: aparte de ser muy lista, siempre me saca de mis apuros tecnológicos, en especial con el Facebook. 

Tendría que tener la dedicación de Magali. Estoy seguro de que si trabajara la mitad de duro en la isla como en la notaría del licenciado, podríamos convertir ese lugar en un hotel de cinco estrellas. 

Tendría que tener el sentido del humor de Andreita. Es tal que, con un simple ¡holaaaa! me hace reír, y pues si vamos a morir, que mejor que sea de risa. 

Tendría que tener el corazón de Majito. Al final, si voy a compartir con ella todo mi tiempo, pues qué mejor que tenga buenos y sinceros sentimientos, y no quiero que me acuchille mientras duerma. 

Y por último, tendría que tener esa cabellera leonina que tiene Sofía: aparte de que me gusta mucho, pienso que, con tanta vegetación en la isla, sería una buena forma de que no se perdiera y siempre tuviera un ojo sobre ella. 

En fin, pura imaginación.

Mauricio Antonio Pecoraro Chávez 

Corre el año 1719. Todos ustedes son ahora un grupo de burgueses del siglo XVIII. Por alguna magia en el salón, mis palabras suenan en inglés; tienen en sus manos el nacimiento de Robinson Crusoe. Esta obra es la pauta para la novela inglesa moderna. Es, al igual que Madame Bovary, una de las piedras de toque pera todo lector necio y empedernido en saber de donde viene lo que ahora se conoce corno literatura contemporánea. No se asusten, no es clase de literatura. Solo quiero decir que la primera es una novela de aventuras. Y así imagino yo mi propio ensayo en la isla desierta. 

En la historia de Defoe, el protagonista es aventado por las tempestades a un recóndito espacio. Bien, yo también llegué a esta isla por tempestades: mi clase de Sucesiones (sin faltar el respeto). Es una isla que rezuma vitalidad, primitivismo y naturaleza; un ser como yo, adepto solamente a viajar en páginas y no en aviones, es una presa fácil hasta de los granos de arena que crujen debajo de sus pies. Un simple mosquito bastaría para enfermarme de algún virus inmortal, de cuyo nombre 
como Cervantes no quiero acordarme. 

Entonces, me dedico a observar los colores del cielo, sus cambios de azul profundo a violáceo en las noches, las nubes amoratándose lentamente mientras el sol poniente baja y se funde con el cristal del agua, como los cielos pintados por Turner. Como yo ahora soy Robinson Crusoe 
Mauricio Crusoe, si gustan veo la fauna que el Río Orinoco (en Venezuela y Colombia) me ofrece: delfines, caimanes, pirañas del Caribe. Oh, Dios, por qué me mandas a una isla tan bella sabiendo que es una ficción de mi mente y regresaré a mi clase dentro de unos segundos... No, no regresaré, porque no soy yo quien lee para ustedes. De esta historia yo no salgo vivo: me comió un caimán. Sin embargo, alguien estuvo conmigo todo el tiempo en la isla, un espectador anónimo quien ahora sostiene este papel impreso en la biblioteca: Beatriz. Ella naufragó conmigo, simplemente nunca nos encontramos. No sé si tiene habilidades de supervivencia, tampoco sé cómo llegó a leerles mi historia. La elijo porque es la persona que decidió escucharme hablar cuando yo quería quedarme callado. Beatriz es quien cuenta toda mis peripecias y errores, todas mis conversaciones imaginarias que nunca tuvimos dentro de la isla. Ella es, pues, mi primera lectora. 

Esto no es del todo ficticio, pues parte de mi infancia fui mecido por la historia de Crusoe. Creo, sin duda, que esta novela junto con El Corsario Negro y Sandokán de Salgari fue uno de los detonantes de mi imaginación. Gracias Beatriz, por relatar mi ficción en la isla donde las huellas de mi héroe aún siguen frescas. 

4/10/13

"Es sin duda delicioso ser feliz en el momento adecuado". Henry James



                             "El mundo no es más que transformación, y la vida, opinión solamente". Marco Aurelio

Arriba, en la piazzeta frente al palacio de estuco que se eleva tan garbosamente sobre un basamento que tiene tres veces su tamaño, hay más visitantes y mujeres haciendo punto al sol, sentados alrededor de la base masivamente inscrita de la estatua de Marco Aurelio. Hawthorne ha expresado a la perfección la actitud de esta admirable figura al decir que extiende su brazo con una orden que es en sí misma una bendición. Dudo que ninguna estatua de rey o capitán en cualquier lugar público del mundo goce de más aprobación en el corazón de la gente. Una sencillez más irrecuperable —residente de un estilo irrecuperable— no tiene representante más robusto. Aquí hay una impresión que los escultores de los últimos trescientos años han tratado de reproducir; pero comparados con este anciano monarca bondadoso, sus afectados jinetes sugieren una sucesión de profesores de equitación que conducen a niñas de colegio. El carácter admirablemente humano de la figura ha sobrevivido a la oxidada descomposición del bronce y a la ligera degradación del arte; y se puede considerar singular que en la capital de la Cristiandad el retrato más sugerente de una conciencia cristiana sea el de un emperador pagano.

21/9/13

"Receta para hallar a un ser admirable". Jean Giono


Si uno quiere descubrir cualidades realmente excepcionales en el carácter de un ser humano, debe tener el tiempo o la oportunidad de observar su comportamiento durante varios años. Si este comportamiento no es egoísta, si está presidido por una generosidad sin límites, si es tan obvio que no hay afán de recompensa, y además ha dejado una huella visible en la tierra, entonces no cabe equivocación posible.

10/9/13

"Curiosas y prácticas formas de elegir doncella". Marco Polo


Éste es el aspecto de Kublai Khan, Señor de los Señores:

Es de buena estatura, ni muy bajo ni muy alto, si no de mediana talla. No es excesivamente gordo ni delgado sino de adecuadas proporciones, bien formando de todos sus miembros. Tiene su rostro muy blanco con mejillas bermejas, del color de la rosa, lo que le da una agradable expresión, con los ojos negros y hermosos y la nariz bien hecha y adecuada a sus facciones.

Tiene cuatro mujeres a las que considera como sus verdaderas esposas; y un hijo primogénito que, por pleno derecho, será Señor de todo imperio cuando fallezca el Gran Khan. Las cuatro esposas tienen título de Emperatriz, distinguiéndose cada una por su nombre; todas ellas presiden una hermosa corte en su propio palacio y ninguna tiene menos de trescientas damas de honor, muy jóvenes y escogidas por su gentileza y hermosura. Tienen muchos criados eunucos y otros muchos servidores, hombres y mujeres, manteniendo cada una de estas damas una corte de unas diez mil personas.

Cuando el Gran Khan quiere yacer con una de las cuatro la hace venir a su cámara; y otras veces es él quien se dirige a la habitación de sus esposas. Y tiene además muchas concubinas elegidas del siguiente modo. Hay una tribu tártara, llamada Ungrat, cuyos miembros son de hermosa piel y bien proporcionados; sus mujeres son de una gran belleza, realzada aún más por una educación exquisita. Cada dos años escogen cien vírgenes, las más hermosas de la tribu, y las llevan ante el Gran Khan. Los mensajeros que el Gran Señor envía a esta provincia tienen como misión seleccionar las doncellas más hermosas, de acuerdo con el tipo de belleza que aquél determina. Para elegirlas, estos mensajeros llaman a su presencia a todas las doncellas de la región; y establecen jueces experimentados quienes, viendo y considerando por separado todas las partes del cuerpo de cada una, cabello, rostro, cejas, boca, labios y otros miembros, de modo que sean armoniosas y proporcionadas al conjunto, van evaluando a las más bellas en dieciséis quilates, diecisiete, dieciocho, veinte o más, según su mayor o menor hermosura. Y si el Gran Khan les ha encargado seleccionar las que alcancen hasta veinte o veintiún quilates, las llevan ante su presencia de acuerdo con la cifra exigida. Cuando llegan ante él las hace comparecer ante otros jueces; y, de entre todas ellas, quedan al final para su servicio las treinta o cuarenta que más quilates han logrado. A continuación confía su guarda a las viejas damas de palacio, una por cada una de ellas, que se aplican con mucho cuidado en vigilarlas; así manda el Señor que se acuesten con ellas en el mismo lecho, para saber si cada una de las elegidas tiene buen aliento, y si es limpia, y si duerme tranquila, sin moverse y sin roncar, y si no tiene mal olor en parte alguna; y también para que compruebe si es virgen y si está sana de todas sus partes. Tras ser detalladamente examinados y observadas, las que resulten buenas, hermosas y totalmente saludables, son envidias a servir a su Señor. Cada tres días con sus noches escogen seis de esas doncellas para que dediquen toda su atención al Gran Khan, desde que se acuesta hasta que se levanta, tanto en su cámara como en su lecho, realizando todos sus deseos; y así con ellas cuanto le apetece. Al cabo se estos tres días con sus noches viene otras seis doncellas a ocupar el lugar de las primeras, que abandonan su presencia; y de este modo durante todo el año las seis doncellas van cambiando cada tres días con sus noches, hasta llegar al número de cien; entonces comienza de nuevo la misma rueda.

Algunas veces, mientras que una parte de ellas permanece en la cámara del Señor, otras esperan en una habitación contigua; de suerte que si el Gran Khan tiene algún deseo o necesidad, como beber, comer, o cualquier otra cosa que se le venga a las mientes, las que están en la cámara del Señor ordenan a las que aguardan en la vecina cuadra lo que deben hacer o preparar; y ellas cumplen de inmediato cuanto se les ordena. Así el Señor nunca es servido sino por estas doncellas. En cuanto a las que obtuvieron una calificación inferior en quilates, permanecen con las demás mujeres del Señor, en el interior del palacio aprendiendo a coser, cortar, confeccionar guantes y realizar todo género de nobles trabajos. Y cuando un gentilhombre busca a una esposa, el Gran Khan le concede una de aquéllas junto con una gran pensión; y así va encontrando para todas un marido de alcurnia. 

A esto se podría objetar: "¿Mas no se ofenden los hombres de aquellas provincias cuando el Gran Khan les arrebata sus hijas?". Desde luego que no; y muy al contrario, ven en ello un gran favor y un honor inmenso; y se alegran de tener hijas hermosas que el Señor se digna aceptar, pues se dicen: "Si mi hija nació bajo el influjo de un planeta favorable y goza de buena suerte, el Gran Señor la colmará de bienes y la casará noblemente, cosa que yo no podría hacer de la misma manera". Y si la hija en cuestión no se comporta bien, o tiene mala suerte, dice su padre: "Esto le ocurre por tener mala estrella". 



30/8/13

"La felicidad es un asunto que concierne solamente a los demás". Luisgé Martín


Casi todas las escuelas psicológicas, desde el psicoanálisis clásico hasta la psicoterapia Gestalt, prestan atención a ese estado de ánimo melancólico o desesperanzado que suele manifestarse hacia la mitad de la vida de las personas y que, en jerga poco científica, acostumbrados a llamar "crisis de los cuarenta". Aproximadamente a esa edad, a los cuarenta años, los seres humanos echan la vista atrás, recuerdan los sueños que tuvieron cuando eran jóvenes y hacen luego recuento de los logros obtenidos desde entonces y de las posibilidades que aún les quedan de alcanzar la vida prodigiosa que imaginaron. El resultado de siempre desolador. Quien había soñado con ser estrella de cine, por ejemplo, se encuentra a menudo representando bufonadas en fiestas infantiles o haciendo anuncios publicitarios, y si acaso por talento o por azar ha conseguido llegar a protagonizar películas y se ha convertido en un ídolo de masas, como ambicionaba, descubre enseguida algún inconveniente o algún quebrantado de la profesión las servidumbres de la fama, la frivolidad de los ambientes artísticos, la envidia de otros actores que ensombrecen el triunfo. Quien se había figurado que vivirá amores apasionados y grandes emociones, conoce tarde o temprano la traición, el engaño, el aborrecimiento o, más comúnmente, el hastío.

Y quien había creído, en fin, que tendría siempre el vigor y el entusiasmo juveniles, encuentra de repente la enfermedad o ve ante sí la muerte. La vida, en realidad, es un trance terrible, y a esa edad mediana y taciturna, a los cuarenta o cuarenta y cinco años, comprendemos con claridad que es también demasiado corta, como siempre habíamos oído decir a los padres o las personas mayores, y que en consecuencia no deja tiempo a nadie para enmendar los errores cometidos o para emprender otros rumbos diferentes de los que en algún momento se eligieron.

A esa edad culminante y melindrosa acostumbramos a pensar que nos hemos equivocado en todos nuestros actos. Llegamos a creer que la desgana con que hacemos frente a nuestra profesión, el sosiego a veces negligente o tibio con que amamos a nuestra esposa o a nuestros hijos y la apatía que sentimos hacia casi todas las cosas que antes nos enardecían, son fruto de nuestros errores, y no la consecuencia irremediable de los años transcurridos. La vida de los demás, en cambio, nos parece cada vez más formidable. 

Miramos a nuestro alrededor y encontramos siempre personas que viven en casas como las que nosotros querríamos poseer si tuviéramos dinero para comprarlas, amigos que frecuentan los círculos sociales en los que desearíamos alternar, a compañeros de trabajo que siguen amando a sus esposas con el apasionamiento brioso que nosotros ya ni siquiera somos capaces de recordar, y vecinos de edificio que viajan cada trimestre a un lugar remoto y paradisíaco del planeta para conocer sus templos o sus playas. Si tienen una edad parecida a la nuestra, esos mismos individuos nos miran a su vez con una evidencia parecida y creen que somos felices porque disponemos de tiempo para leer los libros que a ellos se les van amontonando en la biblioteca, porque desempeñamos un trabajo sosegado o por que las mujeres caen rendidas a nuestros pies sin demasiado esfuerzo. A veces, incluso, las causas de la envidia son idénticas: deseamos de la vida de alguien lo mismo que el desea de la nuestra. 

A los cuarenta años, en suma, la felicidad se convierte en un asunto que concierne solamente a los demás.

28/8/13

Las demasiadas letras libres


La revista Letras Libres goza, dentro y fuera de nuestras fronteras, de legitimidad y prestigio, ya que, usualmente, resulta incuestionable su calidad. Sin embargo, el número de agosto de 2013 titulado “Lecturas de nuestro tiempo” me generó la sensación de que fue hecho sin una seria reflexión —a pesar de que entiendo que la literatura es uno de sus contenidos de referencia—, dejando de lado muchos otros temas de plena vigencia en México y en el mundo.

Por nuestro natural deseo de marcar pautas y señalar rutas a seguir, abundan los libros de cómo y qué leer. Anualmente se hacen, con mayor o menor fortuna, revisiones de lo mejor del año. Entre tanta oferta, el neófito lector necesita referentes de calidad que lo orienten para no perderse en un mar de tinta, papel y palabras. Quizás ésta fue la intención de los editores del texto en cuestión, aunque no lo dicen de manera explicita tal como omiten muchas otras razones. En mi opinión, el resultado fue decepcionante por lo que expongo a continuación: 

En principio, encontré caótica la descripción del tema a tratar y su metodología. Si bien existe una reticencia a definir la utilidad y la finalidad de los libros, pienso que toda aproximación a un fenómeno requiere de ciertos parámetros básicos para lograr su cometido. Ante todo, es necesario aclarar qué es lo que se juzga, más cuando hay conceptos tan genéricos y abarcadores como "libro". 

Luego, es muy importante delimitar el ámbito que abarca la muestra que comprende el objeto de estudio; pues no es equiparable la labor de escudriñar una biblioteca personal compuesta por dos mil volúmenes, que una pública compuesta por cien mil. Del mismo modo, es necesario atender la diferencia específica que moldea cada práctica literaria; esclarecer, a partir de las diferencias entre los géneros, un marco de referencia que permita comprender en qué medida existen afinidades que pueden conformar una sensibilidad intelectual y artística. Otro aspecto que debería tomarse en cuenta es el de la circunspección temporal; si la escritura es una actividad que tiene una historia milenaria, su estudio por periodos permite identificar ciertos intereses que fueron comunes a una época. Una vez atendidos los aspectos anteriores, se abre ante el investigador un escenario que apela más a su integridad que a sus circunstancias. Debe preguntarse qué tan calificado está para emprender la misión que se le encomienda; además de reconocer si tiene o no el grado de preparación para ofrecer una opinión calificada sobre el tema que habrá de tratar. Por último, lo más importante, cuál es la finalidad de selección de libros y cuáles son sus alcances. De nada de esto hallé una explicación puntal en la publicación.

Además, el articulo inicia con la explicación de la importancia que tienen las listas y su relevancia dentro del orden de la cultura y nuestra realidad social; para después advertir al lector que está a punto de descubrir, lo que para cada uno de los treinta afines críticos literarios que participan —sobreentendiendo per se que tienen ese carácter—, son los diez libros más "influyentes" de las últimas décadas, marcando como antecedente directo y único de este ejercicio el que fue llevado a cabo por la revista Occidente en 1945. Entendemos entonces, que a partir del parangón en que basan su reciente edición, los literatos  dan por sentado que todos ellos han alcanzado galones intelectuales a la altura de Agustín Yáñez, Alfonso Reyes, Diego Rivera, Antonio Caso, Edmundo O'Gorman, Samuel Ramos, José Gaos, Narciso Bassols o José Vasconcelos, por citar solo algunos nombres de quienes opinaron en la recopilación llamada "Los libros fundamentales de nuestra era".

Después de analizar las difusas recomendaciones, mi primera pregunta fue: ¿qué significado tiene para esta comunidad ilustrada la palabra influencia? Supongo que hará uso de ella para establecer una serie de repercusiones que cierta obra literaria deja a su paso, pero ¿eso querría decir que la metodología para determinar los grados de influencia será objetivable?  O, en su defecto ¿la influencia de una obra se pensará a partir de su relación con un lector, con un amplio grupo de lectores, con otros escritores…? Ahora bien, si pensamos en la injerencia que puede alcanzar una publicación en el seno de una comunidad; podemos recurrir de inmediato al ejemplo de ¡Indignados!, de Stéphane Hessel, que después de ser acogida e interpretada por miles de lectores, produjo manifestaciones multitudinarias a lo largo del continente europeo. El influjo de Harry Potter y El código da Vinci constituyó por sí mismo un fenómeno de mercado que replanteó la naturaleza del best seller; generando el interés por la lectura de sectores insospechados de la sociedad. En ambos casos, se trata de obras cuya relevancia en nuestro presente está fuera de duda, entonces, ¿por qué no fueron tomadas en cuenta? Intuyo, a riesgo de equivocarme, que este número es un gesto narcisista donde los participantes no hacen otra cosa que platicar sus preferencias literarias y estilísticas.  

El círculo editorial de la revista asevera que “las personas sensatas saben que los libros importantes para ellos mismos suelen ser aquellos que resultan decisivos para su época”. Con un cierto dejo mesiánico parece que se advierte, sin importar el desorden que inunda los listados, que debemos confiar ciegamente en la opinión emitida, en la palabra dada por este supuesto conventículo de hombres sensatos. La encuesta, de ser representativa, en palabras de sus autores, "refleja al universo de los colaboradores y es, de alguna manera, un catálogo de la biblioteca de la casa". Tanta oscuridad induce al error: sin hacer el menor análisis,  Miguel Carbonell, quien reúne miles de seguidores en las redes sociales, asume y divulga el canon trazado bajo el imperativo de "libros que hay que leer". 

En particular, acometí con curiosidad un texto del dossier de Christopher Domínguez Michael. Me sorprendió que antemano intentara justificar las inverosímiles enumeraciones de sus colegas, mencionando indiscriminados nombres de científicos, filósofos y escritores; afirmando que frente a la vorágine del tiempo son justamente los lectores especializados quienes delimitan la delgada línea entre lo que ha de sobrevivir en la tradición y lo que no. Tal vez por ello, cual buenos curadores de su museo de acceso restringido, los colaboradores tuvieron la delicadeza de mencionar reiterativamente a Octavio Paz y a Gabriel Zaid.

Hoy día, resulta estadísticamente dudoso el que una persona pueda mantenerse al corriente entre lo que se produce literariamente y lo que es capaz de leer. Pongo como ejemplo los datos del portal Goodreads, uno de los más solventes en cuanto al seguimiento de lectura, donde se indica que el promedio de títulos a nivel mundial que un aficionado pretende leer por año es de cincuenta y ocho. Ese numero me hace suponer que un lector de primer nivel no tendría problema en triplicar, al menos, la cantidad de lecturas que realiza anualmente respecto de un lector novato. A ese ritmo, la suma total de libros leídos, en veinte años, ascenderá a más de tres mil títulos. ¿Con todo lo que se publica en el mundo, ese número de lecturas alcanzarán para sentirse calificado para definir los libros, de cualquier género, de nuestro tiempo? Creo que no.

Cada enumeración concreta padece, en mayor o menor medida, de los defectos señalados. Hay casos que destacan, ya que sabemos que una de las características de nuestra modernidad radica en su intención por derrumbar todas las fronteras y adquirir consistencia como una totalidad global indistinguible. Lo que no sabemos, es si han dejado de importar las diferencias entre un ensayo de divulgación científica y un poemario. Más inconsistencias van sumándose a la encuesta: Roger Bartra desconfía de las enumeraciones pero envió gustoso su colaboración; Adolfo Castañón prefirió no crear controversia y solo mandó un listado de libros; José de la Colina recurrió a su memoria sin plantearse preguntas; Hugo Hiriart no sabía si optar entre sus preferencias o la influencia de las obras; y más; Aurelio Asiain se pregunta, en inicio, por la naturaleza, objetividad y rigor que puede caber en una relación de diez libros; pero cuando ofrece la propia, queda claro que solo logró una argamasa de ambigüedades, pues incluye a Roberto Bolaño, un autor al que dice despreciar, sin mencionar cabalmente sus razones para hacerlo; y a Bioy Casares, a quien tiene por un gran escritor mal leído, aunque no nos aclare el porqué de lo uno ni de lo otro.

Curiosamente, la actividad cultural más auspiciada por los programas de fomento es la lectura. Habría que advertir, a la par del estímulo, con qué recursos contamos para orientar a nuestros contemporáneos y a las nuevas generaciones. A concluir este ejemplar, creo que ninguno de los autores ahí publicados está dispuesto a responsabilizarse de encauzar con seriedad y sin petulancia a quien da sus primeros pasos en el mundo de las letras.


21/8/13

"El amor es el más bello de los engaños". Adam Soboczynski


Nos pasamos la vida actuando, teniendo que actuar, para expresar deseos, pensamientos y anhelos que en realidad ¡son fingidos! Y todo para tratar a los demás con delicadeza, para que en el futuro no nos perjudiquen y para tomar ventaja frente a nuestros competidores. Para ello, nos servimos del cuerpo y del lenguaje, frágiles herramientas que ponen al descubierto que desde que nos asomamos a este mundo una grieta nos recorre; que estamos escindidos en un interior espiritual y un exterior corpóreo; que queremos ser auténticos y, como mucho, lo parecemos. Nunca somos del todo nosotros mismos; la Creación, desde que caímos en el pecado original, es puro teatro. Ciertamente, existe el instante del amor, una pura ilusión, pues anhelamos una mirada sincera, el contacto de una mano que sólo nos desee a nosotros, un regalo que no exija contrapartida. Sin embargo, hasta la mirada más prendada de amor alberga en su seno el fingimiento que jamás logramos desenmascarar y la porfía.  Por eso, desde el inicio de los tiempos, el amor ha sido siempre tan bello, porque se nos escapa de las manos, y por ello ha sido también tan triste. El hecho de que podamos imaginar la armonía del alma y el cuerpo nos convierte en uno de esos animales que esperan en vano, en unos eternos imperfectos.

Camuflamos con gran esfuerzo y manteniendo la compostura incluso la más terrible de las conmociones que nos golpea y logra revolver por un segundo nuestro fingimiento; hasta la atroz muerte se canaliza culturalmente con formalidades y ritos fúnebres que inflaman de nuevo, a más tardar en el convite del sepelio, nuestra vanidad.

Vislumbramos aún destellos de los tiempos en los que nos las arreglábamos medianamente: como por obra y gracia de una ley natural, el hijo del carnicero se hacía carnicero también, y la hija de la maestra se dedicaba a la enseñanza. A los treinta años llegaba el segundo hijo. A los cuarenta, uno estaba preparado para la muerte. Las posibilidades que ofrecía la vida eran limitadas. En estas circunstancias, el arte del fingimiento se mantenía en hibernación. Puede ser que la vida fuera aburrida, pero ¿acaso no es ése el precio de la paz?

El mundo que surgió a continuación, con el frenético intercambio de bienes, la desaparición del futuro preestablecido, la perenne movilidad, el trabajar por cuenta propia, la confusión de la vida profesional y la vida privada, el miedo a perder el trabajo, los viajes de casa a la oficina y de la oficina a casa, el deambular hasta del más sedentario de los hombres, hizo reaparecer el arte del fingimiento.

La competitividad exacerbada ha sido la responsable de desempolvar y dar nuevo brillo a la antigua armadura del cortesano que sabía controlar sus impulsos. Pues desde que el origen social de la persona ha dejado de ser garantía de nada, solo alcanza el éxito el rápido de reflejos, el adaptable, el que puede cambiar continuamente de lugar, el que, ajeno a las dificultades, mantiene el autocontrol y hace frente al destino, que no cesa de ponerle piedras en el camino. El hombre actual comparte con el cortesano la conciencia del papel que interpreta. Cualquier programa de televisión, ya sea un debate político o un concurso de aspirantes a modelos, impone la farsa, la mascarada, la utilización estratégica del cuerpo. Y lo mismo ocurre en los edificios de oficinas: su jerarquía plana exige trucos y artimañas para encajar en el continuo movimiento de las invisibles relaciones de poder. Luego:

¿Qué es la vida? Un campo minado.

¿Y el fingimiento? La condición necesaria para nuestra ascensión.

¿Y qué es el amor? El más bello de los engaños.



1/8/13

"¿Qué quiere decir felices por siempre jamás?". Robert Coover


En su imaginación (lo único que le queda) se ha abierto paso a tajos por entre las zarzas, ha escalado el muro del castillo y ha llegado a la cabecera de su cama. Había esperado sentirse excitado ante la simple visión de ella, esta legendaria belleza a un mismo tiempo angelical y felina, y en efecto, desnudado por las zarzas, con la carne ardiéndole todavía por los pinchazos de las espinas en las que ahora parece estar envuelto como en el sudario de un mártir, está excitado, pero no por la criatura tendida delante de él, pálida e inmóvil, que lleva su belleza fantasmal como una pena antigua e indeleble. Su sentido de la vocación le impulsa hacia delante y, empujando por el amor y el honor de concluir esta aventura legendaria, se inclina para besar aquellos delicados labios de coral, ligeramente abiertos, que lo han estado esperando todos estos cien años, para que él pueda liberarla del hechizo y llevar a cabo su propio destino emblemático. Pero titubea. ¿Qué es lo que lo frena? No este apagado sonido de huesos viejos a su alrededor. Algo más parecido a la compasión, tal vez. ¿Qué quiere decir felices por siempre jamás, después de todo, sino una caída en lo ordinario, en la debilidad humana, acumulando desesperación, una caída en la muerte? Su destino es éste, tanto si consigue cobrar fama como si no (¿qué importa?). Pero no tiene por qué ser el de ella. Él imagina el delirio de la unión, las celebraciones y el consiguiente florecimiento del moribundo reino, los vástagos que llegarían, las consiguientes alegrías, las penas, el ser Rey, el ser Reina, las obligaciones de ella, las de él, los días que se suceden a los días, el agotamiento de la inagotable fuente de su pasión, las decepciones y las frustraciones y las traiciones, el tedio, las dudas (¿era realmente ella?, ¿era realmente él?), las desfiguraciones del tiempo, el irse consumiendo el significado y la memoria, los subsiguientes silencios, la muerte de los sueños.