30/8/13

"La felicidad es un asunto que concierne solamente a los demás". Luisgé Martín


Casi todas las escuelas psicológicas, desde el psicoanálisis clásico hasta la psicoterapia Gestalt, prestan atención a ese estado de ánimo melancólico o desesperanzado que suele manifestarse hacia la mitad de la vida de las personas y que, en jerga poco científica, acostumbrados a llamar "crisis de los cuarenta". Aproximadamente a esa edad, a los cuarenta años, los seres humanos echan la vista atrás, recuerdan los sueños que tuvieron cuando eran jóvenes y hacen luego recuento de los logros obtenidos desde entonces y de las posibilidades que aún les quedan de alcanzar la vida prodigiosa que imaginaron. El resultado de siempre desolador. Quien había soñado con ser estrella de cine, por ejemplo, se encuentra a menudo representando bufonadas en fiestas infantiles o haciendo anuncios publicitarios, y si acaso por talento o por azar ha conseguido llegar a protagonizar películas y se ha convertido en un ídolo de masas, como ambicionaba, descubre enseguida algún inconveniente o algún quebrantado de la profesión las servidumbres de la fama, la frivolidad de los ambientes artísticos, la envidia de otros actores que ensombrecen el triunfo. Quien se había figurado que vivirá amores apasionados y grandes emociones, conoce tarde o temprano la traición, el engaño, el aborrecimiento o, más comúnmente, el hastío.

Y quien había creído, en fin, que tendría siempre el vigor y el entusiasmo juveniles, encuentra de repente la enfermedad o ve ante sí la muerte. La vida, en realidad, es un trance terrible, y a esa edad mediana y taciturna, a los cuarenta o cuarenta y cinco años, comprendemos con claridad que es también demasiado corta, como siempre habíamos oído decir a los padres o las personas mayores, y que en consecuencia no deja tiempo a nadie para enmendar los errores cometidos o para emprender otros rumbos diferentes de los que en algún momento se eligieron.

A esa edad culminante y melindrosa acostumbramos a pensar que nos hemos equivocado en todos nuestros actos. Llegamos a creer que la desgana con que hacemos frente a nuestra profesión, el sosiego a veces negligente o tibio con que amamos a nuestra esposa o a nuestros hijos y la apatía que sentimos hacia casi todas las cosas que antes nos enardecían, son fruto de nuestros errores, y no la consecuencia irremediable de los años transcurridos. La vida de los demás, en cambio, nos parece cada vez más formidable. 

Miramos a nuestro alrededor y encontramos siempre personas que viven en casas como las que nosotros querríamos poseer si tuviéramos dinero para comprarlas, amigos que frecuentan los círculos sociales en los que desearíamos alternar, a compañeros de trabajo que siguen amando a sus esposas con el apasionamiento brioso que nosotros ya ni siquiera somos capaces de recordar, y vecinos de edificio que viajan cada trimestre a un lugar remoto y paradisíaco del planeta para conocer sus templos o sus playas. Si tienen una edad parecida a la nuestra, esos mismos individuos nos miran a su vez con una evidencia parecida y creen que somos felices porque disponemos de tiempo para leer los libros que a ellos se les van amontonando en la biblioteca, porque desempeñamos un trabajo sosegado o por que las mujeres caen rendidas a nuestros pies sin demasiado esfuerzo. A veces, incluso, las causas de la envidia son idénticas: deseamos de la vida de alguien lo mismo que el desea de la nuestra. 

A los cuarenta años, en suma, la felicidad se convierte en un asunto que concierne solamente a los demás.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Me gustaría saber tu opinión