21/8/13

"El amor es el más bello de los engaños". Adam Soboczynski


Nos pasamos la vida actuando, teniendo que actuar, para expresar deseos, pensamientos y anhelos que en realidad ¡son fingidos! Y todo para tratar a los demás con delicadeza, para que en el futuro no nos perjudiquen y para tomar ventaja frente a nuestros competidores. Para ello, nos servimos del cuerpo y del lenguaje, frágiles herramientas que ponen al descubierto que desde que nos asomamos a este mundo una grieta nos recorre; que estamos escindidos en un interior espiritual y un exterior corpóreo; que queremos ser auténticos y, como mucho, lo parecemos. Nunca somos del todo nosotros mismos; la Creación, desde que caímos en el pecado original, es puro teatro. Ciertamente, existe el instante del amor, una pura ilusión, pues anhelamos una mirada sincera, el contacto de una mano que sólo nos desee a nosotros, un regalo que no exija contrapartida. Sin embargo, hasta la mirada más prendada de amor alberga en su seno el fingimiento que jamás logramos desenmascarar y la porfía.  Por eso, desde el inicio de los tiempos, el amor ha sido siempre tan bello, porque se nos escapa de las manos, y por ello ha sido también tan triste. El hecho de que podamos imaginar la armonía del alma y el cuerpo nos convierte en uno de esos animales que esperan en vano, en unos eternos imperfectos.

Camuflamos con gran esfuerzo y manteniendo la compostura incluso la más terrible de las conmociones que nos golpea y logra revolver por un segundo nuestro fingimiento; hasta la atroz muerte se canaliza culturalmente con formalidades y ritos fúnebres que inflaman de nuevo, a más tardar en el convite del sepelio, nuestra vanidad.

Vislumbramos aún destellos de los tiempos en los que nos las arreglábamos medianamente: como por obra y gracia de una ley natural, el hijo del carnicero se hacía carnicero también, y la hija de la maestra se dedicaba a la enseñanza. A los treinta años llegaba el segundo hijo. A los cuarenta, uno estaba preparado para la muerte. Las posibilidades que ofrecía la vida eran limitadas. En estas circunstancias, el arte del fingimiento se mantenía en hibernación. Puede ser que la vida fuera aburrida, pero ¿acaso no es ése el precio de la paz?

El mundo que surgió a continuación, con el frenético intercambio de bienes, la desaparición del futuro preestablecido, la perenne movilidad, el trabajar por cuenta propia, la confusión de la vida profesional y la vida privada, el miedo a perder el trabajo, los viajes de casa a la oficina y de la oficina a casa, el deambular hasta del más sedentario de los hombres, hizo reaparecer el arte del fingimiento.

La competitividad exacerbada ha sido la responsable de desempolvar y dar nuevo brillo a la antigua armadura del cortesano que sabía controlar sus impulsos. Pues desde que el origen social de la persona ha dejado de ser garantía de nada, solo alcanza el éxito el rápido de reflejos, el adaptable, el que puede cambiar continuamente de lugar, el que, ajeno a las dificultades, mantiene el autocontrol y hace frente al destino, que no cesa de ponerle piedras en el camino. El hombre actual comparte con el cortesano la conciencia del papel que interpreta. Cualquier programa de televisión, ya sea un debate político o un concurso de aspirantes a modelos, impone la farsa, la mascarada, la utilización estratégica del cuerpo. Y lo mismo ocurre en los edificios de oficinas: su jerarquía plana exige trucos y artimañas para encajar en el continuo movimiento de las invisibles relaciones de poder. Luego:

¿Qué es la vida? Un campo minado.

¿Y el fingimiento? La condición necesaria para nuestra ascensión.

¿Y qué es el amor? El más bello de los engaños.



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