Descubrir lo desconocido no es una especialidad de Simbad, de Erico el Rojo o de Copérnico. No hay un solo hombre que no sea un descubridor. Empieza descubriendo lo amargo, lo salado, lo cóncavo, lo liso, lo áspero, los siete colores del arco y las veintitantas letras del alfabeto; pasa por los rostros, los mapas, los animales y los astros; concluye por la duda o por la fe y por la certidumbre casi total de su propia ignorancia.
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