La
docencia es una profesión vilipendiada e incomprendida en nuestro país. La
cerrazón, la sordera y el desprecio por esta actividad, constituyen una de las
causas por la que México padece un enorme atraso educativo. Esta actitud puede deberse a
que sus detractores nunca han estado frente a un salón de clases buscando
despertar curiosidad e interés. Ellos se lo pierden, ya que la academia no
necesita gente negativa y pedante.
Dar clase
ha sido motor de mi existencia. Hace ya mucho tiempo que lo hago; y aunque las
escuelas, las materias y los fines han ido mutando, el placer de charlar y
aprender de jóvenes deseosos de hallar su camino en el mundo —y de ayudarme,
inconscientemente, a dilucidar el mío— es una buena razón para desempeñarla.
He tenido
experiencias buenas y malas, como en todo; mas el hecho de que alguien me
salude en la calle con un afectuoso "Maestro", me hace sentir que
sembré algo y que, en la medida de mis fuerzas y convicciones, traté de hacer
lo posible por volver este mundo más respirable.
Si bien
los temas se repiten, intento hacer con cada nuevo grupo algo distinto. Así, a partir
de ciertos cursos de redacción, decidí implementar la obligación de
que los alumnos leyeran, frente a todos sus compañeros, un texto de
su autoría con un tema y extensión preestablecido; esto con el fin de ayudarlos
a mejorar su capacidad de síntesis, oratoria y
desenvolvimiento. El experimento desbordó mis expectativas y se convirtió en un
sano espacio de relajación, mutuo conocimiento y camaradería; puede que así
nazcan las verdaderas amistades, las que no reflejan egoístas intereses.
De tantos
trabajos que se leyeron, decidí conservar los dos siguientes, respetando sus
virtudes y defectos, para mañana releerlos, recordar el porqué me gusta ser
universitario y, quizá, mantener eterna mi propia
luz.
Adolfo Canales Muñoz
Si
estuviera en una isla desierta con una persona del salón ¿quién sería? La
verdad no es una pregunta que me había hecho antes y, cuando la planteamos, no
pensé que me fuera a tocar pasar al frente.
La verdad
es una decisión difícil y más teniendo en cuenta el tan buen nivel de
mujeres "que se maneja en este salón". No quiero limitarme y, ya que
estamos planteando una situación un poco ficticia, creo que la respuesta puede
ser de ese tipo.
Si
tuviera que escoger a una chica de este salón tendría que ser alguien con la
inteligencia de Dari: aparte de ser muy lista, siempre me saca de mis apuros
tecnológicos, en especial con el Facebook.
Tendría
que tener la dedicación de Magali. Estoy seguro de que si trabajara la mitad de
duro en la isla como en la notaría del licenciado, podríamos convertir ese
lugar en un hotel de cinco estrellas.
Tendría
que tener el sentido del humor de Andreita. Es tal que, con un simple ¡holaaaa!
me hace reír, y pues si vamos a morir, que mejor que sea de risa.
Tendría
que tener el corazón de Majito. Al final, si voy a compartir con ella todo mi
tiempo, pues qué mejor que tenga buenos y sinceros sentimientos, y no quiero
que me acuchille mientras duerma.
Y por
último, tendría que tener esa cabellera leonina que tiene Sofía: aparte de que
me gusta mucho, pienso que, con tanta vegetación en la isla, sería una buena
forma de que no se perdiera y siempre tuviera un ojo sobre ella.
En fin, pura imaginación.
En fin, pura imaginación.
Mauricio Antonio Pecoraro Chávez
Corre el
año 1719. Todos ustedes son ahora un grupo de burgueses del siglo XVIII. Por
alguna magia en el salón, mis palabras suenan en inglés; tienen en
sus manos el nacimiento de Robinson Crusoe. Esta obra es la pauta para la
novela inglesa moderna. Es, al igual que Madame Bovary, una de las piedras de
toque pera todo lector necio y empedernido en saber de donde viene lo que
ahora se conoce corno literatura contemporánea. No se asusten, no es
clase de literatura. Solo quiero decir que la primera es una novela de
aventuras. Y así imagino yo mi propio ensayo en la isla desierta.
En la historia de Defoe, el protagonista es aventado por las tempestades a un recóndito espacio. Bien, yo también llegué a esta isla por tempestades: mi clase de Sucesiones (sin faltar el respeto). Es una isla que rezuma vitalidad, primitivismo y naturaleza; un ser como yo, adepto solamente a viajar en páginas y no en aviones, es una presa fácil hasta de los granos de arena que crujen debajo de sus pies. Un simple mosquito bastaría para enfermarme de algún virus inmortal, de cuyo nombre —como Cervantes— no quiero acordarme.
Entonces, me dedico a observar los colores del cielo, sus cambios de azul profundo a violáceo en las noches, las nubes amoratándose lentamente mientras el sol poniente baja y se funde con el cristal del agua, como los cielos pintados por Turner. Como yo ahora soy Robinson Crusoe —Mauricio Crusoe, si gustan— veo la fauna que el Río Orinoco (en Venezuela y Colombia) me ofrece: delfines, caimanes, pirañas del Caribe. Oh, Dios, por qué me mandas a una isla tan bella sabiendo que es una ficción de mi mente y regresaré a mi clase dentro de unos segundos... No, no regresaré, porque no soy yo quien lee para ustedes. De esta historia yo no salgo vivo: me comió un caimán. Sin embargo, alguien estuvo conmigo todo el tiempo en la isla, un espectador anónimo quien ahora sostiene este papel impreso en la biblioteca: Beatriz. Ella naufragó conmigo, simplemente nunca nos encontramos. No sé si tiene habilidades de supervivencia, tampoco sé cómo llegó a leerles mi historia. La elijo porque es la persona que decidió escucharme hablar cuando yo quería quedarme callado. Beatriz es quien cuenta toda mis peripecias y errores, todas mis conversaciones imaginarias que nunca tuvimos dentro de la isla. Ella es, pues, mi primera lectora.
Esto no es del todo ficticio, pues parte de mi infancia fui mecido por la historia de Crusoe. Creo, sin duda, que esta novela —junto con El Corsario Negro y Sandokán de Salgari— fue uno de los detonantes de mi imaginación. Gracias Beatriz, por relatar mi ficción en la isla donde las huellas de mi héroe aún siguen frescas.
En la historia de Defoe, el protagonista es aventado por las tempestades a un recóndito espacio. Bien, yo también llegué a esta isla por tempestades: mi clase de Sucesiones (sin faltar el respeto). Es una isla que rezuma vitalidad, primitivismo y naturaleza; un ser como yo, adepto solamente a viajar en páginas y no en aviones, es una presa fácil hasta de los granos de arena que crujen debajo de sus pies. Un simple mosquito bastaría para enfermarme de algún virus inmortal, de cuyo nombre —como Cervantes— no quiero acordarme.
Entonces, me dedico a observar los colores del cielo, sus cambios de azul profundo a violáceo en las noches, las nubes amoratándose lentamente mientras el sol poniente baja y se funde con el cristal del agua, como los cielos pintados por Turner. Como yo ahora soy Robinson Crusoe —Mauricio Crusoe, si gustan— veo la fauna que el Río Orinoco (en Venezuela y Colombia) me ofrece: delfines, caimanes, pirañas del Caribe. Oh, Dios, por qué me mandas a una isla tan bella sabiendo que es una ficción de mi mente y regresaré a mi clase dentro de unos segundos... No, no regresaré, porque no soy yo quien lee para ustedes. De esta historia yo no salgo vivo: me comió un caimán. Sin embargo, alguien estuvo conmigo todo el tiempo en la isla, un espectador anónimo quien ahora sostiene este papel impreso en la biblioteca: Beatriz. Ella naufragó conmigo, simplemente nunca nos encontramos. No sé si tiene habilidades de supervivencia, tampoco sé cómo llegó a leerles mi historia. La elijo porque es la persona que decidió escucharme hablar cuando yo quería quedarme callado. Beatriz es quien cuenta toda mis peripecias y errores, todas mis conversaciones imaginarias que nunca tuvimos dentro de la isla. Ella es, pues, mi primera lectora.
Esto no es del todo ficticio, pues parte de mi infancia fui mecido por la historia de Crusoe. Creo, sin duda, que esta novela —junto con El Corsario Negro y Sandokán de Salgari— fue uno de los detonantes de mi imaginación. Gracias Beatriz, por relatar mi ficción en la isla donde las huellas de mi héroe aún siguen frescas.
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