El primer contacto con los libros suele ser definitivo
No obstante, en el gran librero de casa de mis padres, lo que predominaba no eran los libros, sino las figuritas de bronce o de plástico que adornaban la mayoría de los libreros de las casas de la clase media mexicana. Había elefantes de plástico de tres tamaños diferentes sobre los estantes más altos, un perro de bronce y, en un compartimiento alargado, el más grande de todo el mueble, estaban las botellas de mi padre. Nunca las suficientes, a mi modo de ver, ni tampoco muy variadas. Tanto las botellas como los animales de plástico y los tomos de las enciclopedias que se habían adquirido con el propósito de resolvernos, a mis hermanos y a mí, problemas escolares en el futuro, tenían la intención de provocar una impresión falsa en el visitante. Porque mi padre no bebía ni era lector, y tener un librero con figuritas era una manera de afirmar la decencia de un hogar fundado sobre cimientos dudosos. La nuestra era una casa sin prosapia, sin historia; una casa surgida de la nada aparente en un barrio obrero de la ciudad.
En el ángulo inferior derecho de ese librero, en un compartimiento cerrado de dos anaqueles en su interior, había una pequeña colección de libros. Era difícil llegar a ellos porque la puerta que los clausuraba, al abrirse, chocaba con la esquina de uno de los sillones de la sala. Esto, en la mente de un niño, producía el efecto de una señal prohibitiva. Siempre que nos asomábamos a ese rincón era en los días en que faltábamos a la escuela estando enfermos o cuando teníamos la seguridad de que nadie nos veía.
De la sección clausurada del librero recuerdo la edición a la rústica de la colección Salvat de clásicos universales. Con estos libros había que tener un cuidado especial porque se desencuadernaban al primer intento de abrirlos, y no se diga de leerlos. Gracias a ellos me enteré, difusamente, de la existencia del joven Werther y de la leyenda de Edipo; el espectro de la colección llegaba a los libros de Pérez Galdós (Trafalgar), una antología poética de Antonio Machado y una novela de principio excelente, y desarrollo lamentable, de Pío Baroja (La busca); estaba Chéjov, Melville, Stevenson, Tolstói y en suma, lo necesario para convertirse en persona culta a temprana edad. Sin embargo, al margen de su contenido, había algo en esos libros que los hacía insípidos, algo relacionado con la encuadernación deficiente, el olor a papel barato y el diseño desafortunado de sus carátulas. Algo físico que producía rechazo y nos obligaba a hurgar con más ahínco entre los desordenados volúmenes.
Libros mucho más atractivos no tardaron en despertar en mí la codicia, acaso por el diseño de sus portadas y la sensación de poder, autoridad y relieve que se aloja en la pasta dura. Todavía, por ejemplo, sobrevive en mi biblioteca una colección de cuentos de Edgar Allan Poe, titulada caprichosamente Narraciones extraordinarias y no, como debía ser, Narraciones de lo grotesco y lo arabesco, y los Cien años de soledad de García Márquez. El título, en el caso de este último, estaba impreso en el lomo con letras doradas sobre fondo negro; la portada era una ilustración rebasada de colores vivos, que retrataba a una mujer sentada en una silla, previsiblemente sola, con la mirada baja en un piso de mosaico ajedrezado.
Antes que el deseo de conocer, como sugiere Walter Benjamin en su ensayo sobre el coleccionismo de libros (Desempacando mi biblioteca), viene el deseo de poseer. Un libro bien hecho se lee mejor que un libro mal hecho. ¿Cuántas veces no hemos postergado la lectura de un libro por encontrar su diseño de mal gusto, o el diseño de sus interiores abigarrado e ilegible? No me refiero, al menos no aquí, a la atracción o el morbo que despierta la imagen en la libido del lector común, sino al orbe de sensaciones táctiles que acarrean factores externos como el formato, la encuadernación, el forro, el papel de interiores, las guardas, la caja tipográfica, la fuente, las cornisas… Todo esto genera un erotismo que arropa de una aura particular el acto de leer el libro.
Hay libros que no están hechos para ser leídos y que no obstante nos marcan con su presencia. En un rincón de la planta alta de la casa había, por ejemplo, un grueso volumen sobre matemáticas que mi padre había traído de su viaje a la Unión Soviética, antes de casarse con mi madre. Me gustaba abrirlo entre mis manos y hojearlo, sin importar que mi mente quedara en blanco antes y después de tomarlo y poseerlo de esa manera ingenua o, mejor dicho: diletante, sibarita. Nadie lo había leído y nadie, seguramente, lo leería, pero a ese volumen relativamente viejo y empolvado lo asistía el prestigio de venir de lejos, amén de estar bien encuadernado y bellamente diseñado en sus interiores. El papel era magnífico y modesto a la vez, ni enteramente blanco ni amarillo, y su textura lo suficientemente algodonosa para no pasar inadvertida al contacto con las yemas de los dedos. La seducción que ejercía sobre mi inconsciente de coleccionista prematuro residía no en una belleza abstracta, sino en la discreción y el buen gusto de un diseño bien ejecutado.
El universo de la biblioteca está cercado por la tentación de convertirnos en otros; iniciados en el rito arcano del conocimiento. Borges, quien recuerda en varios escritos autobiográficos la biblioteca de su padre en el barrio del Palermo, pondera, por encima de memorias asociadas a rincones de la casa paterna, el descubrimiento de los libros. En sus ficciones sobre bibliotecas comunica un vislumbre de ese vértigo difuso y al mismo tiempo tan real y tan antiguo. Sin embargo, un énfasis chabacano en este fervor por el libro puede traer como consecuencia el sinsabor de lo ridículo.
Umberto Eco, pensando justamente en ese aspecto de la imaginería borgesiana, concibió en El nombre de la rosa una biblioteca medieval bajo la forma de un laberinto. Y en mitad de ese laberinto colocó un enigma. La solución del enigma no nos subyuga tanto como la intriga y la atmósfera que le son propias: un veneno que tiene el sabor de la tinta, un acto amoroso entre una villana y un monje; un detective a medio camino entre Sherlock Holmes y Auguste Dupin; una serie de graves delitos; un laberinto escalonado y una serie de corredores falsos; un incendio y un libro prohibido, el tratado sobre la risa de Aristóteles. Valiéndose de una intrincada metáfora narrativa, Eco estaba connotando esa posibilidad de ridículo que formaba parte de la conciencia literaria de Borges. La escritura, entendida en cuanto ornamentación, y el gesto de asumirse uno mismo como escritor, desembocaría en una forma de vanidad atroz. “Desde antes de escribir una sola línea”, dice Borges, “supe que mi destino sería literario”, como si el destino no pudiera obviarse toda vez que se ha descifrado su signo. Hay una imperfección en este forma de deriva: la escritura no puede entenderse al margen de un mandato superior que, en el caso de Borges, incluiría las razones atrabiliarias de su familia y la escritura; asimismo, la escritura no puede entenderse al margen de una vida de relación, más o menos solapada, con un entorno que en cierta medida la condiciona y produce. No existe, por tanto, forma posible de “escritura pura”.
Este es el aspecto irónico de la cuestión. Hay otro, que oscurece nuestro horizonte con una pincelada de tenebrismo.
Son conocidos los capítulos del Quijote sobre bibliotecas. En ellos, los libros son sinónimo de una basura desquiciante, antiguallas a punto de vulgaridad y sobre todo herramienta nocivas que taladran el entendimiento con la paciencia de un gusano cuyo cometido sería la alteración de nuestro sentido de la realidad. Alonso Quijano pierde la razón y se transforma en el Caballero de la Triste Figura. La metamorfosis se debe al encantamiento de la letra impresa. Para revertir sus efectos, a la amas de don Quijote se les ocurre un remedio igual de práctico que una sangría de la época: prenderle fuego a la biblioteca. No era la primera vez que se hacía una hoguera con libros. Ni la última.
En una compañía o una institución política, al hombre que “sabe demasiado” se le considera un peligro. Cuando se le despide o se le “elimina” se realiza una quema simbólica de libros: el conocimiento atenta contra la estabilidad social en dos niveles, uno político, otro moral. Cabe un tercero: el estético, que llega a confundirse con los dos anteriores para generar una mezcla implosiva: Baudelaire, Lautréamont, Rimbaud.
En casa de mis padres los libros no estaban exentos de anatema, si bien la prohibición que pesaba sobre ellos erá más bien blanda. Si uno escarbaba lo suficiente en el escondrijo de aquel librero, se podía topar con obras como el Decamerón o el más explícito y conveniente A calzón amarrado (su formato de bolsillo permitía llevarlo a escondidas al cuarto). Tendríamos seis o siete años cuando empezamos a enterarnos de las cosas que se pueden hacer con el cuerpo, si uno tiene la disposición y el talento natural para ello. No cualquiera se atreve a interpretar la adaptación teatral de Naná cumpliendo al pie de la letra con las exigencias del libreto. Y no cualquiera se atreve a confesarlo en un libro de memorias donde esto constituye uno de sus episodios más discretos. En el caso de la autobiografía de la Serrano no se cumplían para nada los preceptos del coleccionista: la edición era mala y las fotografías que ilustraban la portada y el portafolios de los interiores eran de mal gusto. A su favor actuaba, sin embargo, la procaz excentricidad del título y el placer prohibido de bajar a hojear sus páginas los sábados en la tarde, cuando el tedio hacía presa fácil de nuestros padres y los orillaba a contemplar en el televisor, como hipnotizados, las películas del periodo ye-ye del cine mexicano.
Con los años, la oferta bibliográfica de casa de mis padres se fue agotando y yo me vi en la necesidad de ampliar mis horizontes. Al tiempo que me volvía lector de libros serios iba notando en mis padres una preocupación creciente. Dejaba de ser el niño extrovertido de los años de la escuela primaria y se me acendraban los modales típicos del huraño. La inevitable edad de la punzada, decían, mientras que mi cercanía de otros años se troncaba en una lejanía rayana en un orgullo excesivo, en una afectación que ellos identificaban con el engreimiento.
Mis padres tenían razones de peso para mirar con recelo una transformación adolescente excesiva. En sus familias había existido personajes de dudosa reputación conocidos como “intelectuales”. Los brotes de esta enfermedad no habían sido más de dos, uno por familia, y sin embargo eran suficientes para hacerlos temer la persistencia del karma.
Cuando la madre de Mercedes, prima hermana de mi abuela materna, murió de leucemia a los treinta y ocho años, su hija se mudó a casa de sus tíos, es decir, mis abuelos y padres de mi madre. Ella y Mercedes eran como el agua y el aceite: a una la rondaban los pretendientes como moscas a la miel y a la otra ni quien le hiciera caso. A cualquier hora del día, a Mercedes se le veía con un libro abierto o bajo el brazo. Era poco comunicativa y cuando se le preguntaba una cosa, por más inofensiva que ésta fuese, ella contestaba con un sarcasmo. Sus dones para enervar al prójimo eran notables. Todavía recuerdo la rabia contenida que reverberaba en las pupilas de mi madre cuando me contaba la anécdota del baile de graduación. Mi madre se graduaba de la Escuela Normal Superior y había extraviado sus guantes. Mercedes, dos años más grande, ya había pasado por ese trance y guardaba los suyos celosamente en uno de los cajones de su cómoda. Por más que mi madre insistió, ella se negó a prestárselos. Mi abuelo, estupefacto e impotente frente a la negativa de la muchacha, tuvo que salir en ese momento a la calle a comprar unos guantes nuevos. Nadie en la familia veía con buenos ojos las inclinaciones intelectuales de Mercedes, quien a la larga no terminó dedicándose a los libros ni a cosa parecida pero dejó como secuela una aversión y una desconfianza en mi madre por todo lo relacionado con su nefasta influencia. De esos años de su trato con Meche, mi madre derivó la certeza de que el roce inmoderado con los libros puede convertir a las personas en seres despreciables y mezquinos.
El trato de mi padre con los “intelectuales” fue menos dramático, pero en cierto sentido fue mucho más real. Su amigo de toda la vida, el señor Urbino, era un experto en solución de crucigramas y un apasionado de los libros de historia. La holgada situación económica de su padre le había dado para terminar la carrera de contador y, con los años, delegar la administración de su propio negocio y dedicarse a su pasión secreta: los libros.
Debido muy probablemente a la atracción que los opuestos ejercen entre sí, y al efecto que mi padre sentía por el señor Urbino, a éste se le toleraba en casa cuanta broma de ingenio se le ocurría gastar. Las agudezas del señor Urbino con frecuencia se salían de tono y entraban en el plano de la humillación restringida. La manera en que el señor Urbino hacía valer su condición de hombre “erudito” era de una malevolencia que se satisfacía en sí misma y no tenía mayor finalidad que la concupiscencia del alarde, de la constante gesticulación de sus brazos que elevaba sus desmanes por encima del entendimiento de los demás. A lo más que llegaba mi padre en caso de perder la paciencia con su amigo era a salirse de la habitación donde estaba conversando, postergando así la reanudación de su amistad para un momento más propicio.
Un día, sin embargo, el señor Urbino no fue tolerado más en casa. Nunca supimos el porqué de ese cambio de actitud tan radical en mi padre. Tampoco presenciamos el momento de la ruptura y los pormenores han quedado sepultados para siempre en la memoria y la discreción de mi abuela. ¿Qué fue lo que hizo el señor Urbino que tanto molestó a mi padre y convirtió su nombre en un misterio tan desagradable como la lepra? Quizá no fue una sola acción sino un conjunto de acciones lo que motivó la renuencia definitiva de mi padre a seguir tratando a su viejo amigo. Lo único cierto fue que en su lecho de muerte le prohibió a mi madre que este hombre volviera a poner un pie dentro de la casa, sin importar qué tan buenas fueran las intenciones que argumentara. Así, el estigma del intelectual, o del hombre afinado en sus modales por el trato frecuente con los libros, quedó grabado en la puerta de la casa con la violencia de una prohibición: “No pasarán”.
Con estos antecedentes en la familia era difícil que mi creciente afición a los libros contara con el beneplácito de mis progenitores. Mi padre, el más renuente de los dos, recurrió a todos los métodos de inducción del comportamiento que se le vinieron a la cabeza, con resultados previsiblemente nulos. Su claudicación, al final de una serie de combates cruentos, fue en igual sentido previsible: el silencio. Dejamos de hablarnos los últimos seis años de su vida, que fueron asimismo los mismos seis años que duró su enfermedad.
En esa época llegué a descubrir cuán irritante puede resultar el ocioso para el espíritu de un hombre en quien la palabra trabajo tiene una secreta connotación fabril. Una mañana pegajosa de junio estaba leyendo Crimen y castigo echado en el sillón de la sala de la casa mientras esperaba pacientemente la publicación de los resultados de los exámenes de admisión a la universidad. Todos estaban o en el trabajo o en la escuela y no había nada ni nadie que me perturbara. De pronto apareció mi padre y, no recuerdo ahora por qué motivo, me ordenó que me levantara y me pusiera a hacer algo útil. Como no lo obedecí sus ojos se encendieron como nunca y empezamos una discusión de aquéllas. Mi padre era inhábil para la polémica y los músculos de mis piernas estaban entumidos por la continuada lectura. Estábamos, por así decir, en igualdad de condiciones y nada nos impedía llegar a los puños. Nada tampoco hubiera impedido mi derrota. De haberlo querido, mi padre me hubiera hecho pedazos, y quizás ese era su motivo secreto, inconfesado. Hubo gritos y amenazas, pero al final mi padre se contuvo. Yo salí de la casa y fui a dar uno de mis acostumbrados paseos por el Centro.