Cada fin de año trae consigo
un sinfín de listas dedicadas a recapitular “lo mejor” de lo acontecido en
dicho periodo, mismas que abarcan todo lo que admita parámetros de clasificación y
muchas veces hasta lo que no. La producción literaria es uno de los tópicos
predilectos de tales enumeraciones.
En la soledad en que se
reconoce en la lectura, la herramienta estética más sincera con la que cuenta
el lector es el gusto, mismo que nunca dejará de ser estrictamente
subjetivo. De acuerdo a esto, podemos hallar recuentos que recurren como único
criterio a la opinión del consumidor; reflejando así las preferencias de un
sector que, experto o no, es el que mantiene viva la industria editorial.
En México, el panorama que
rodea el ejercicio de la crítica y la recomendación literaria está lleno de
contradicciones, por decir lo menos. Por una parte, existe una ambigüedad
alarmante entre el papel del periodista, el escritor, y el crítico literario.
La confusión es tal, que resulta imposible discernir cuál es el margen de
influencia de cada uno, además de su función específica como parte de nuestro
desarrollo cultural.
Queda claro que, en la gran
mayoría de los medios dedicados a la discusión de la literatura, se padece una
falta de rigor, seriedad y compromiso para con el lector. Un claro ejemplo de
esta irrisoria mediocridad la dio el periódico Reforma; por
conducto de Sergio González Rodríguez —encargado del recuento de los
mejores libros del año— (lista 1), quien en un
arrebato de autoridad y sin un claro sustento para sus aseveraciones, vierte
elogios y burlas indiscriminadas a autores cuya obra no analiza. Este gesto de
reseñismo burdo, invita a la sospecha de una crítica infundada que pondera el
amiguismo y el revanchismo. Basta con leer el comentario, beligerante y malogrado, sobre Alberto Chimal. Además, Reforma publicó una
nueva relación, donde se llega al absurdo de incluir al libro de Luigi Amara,
cuando en la de Sergio González se le calificó como "el peor libro del
año" (lista 2).
En esta tesitura, es muy
difícil encontrar un catálogo que atienda a un objetivo estrictamente
literario. Las taxonomías son de lo más variado. Algunos medios y revistas se
remiten solo a los libros más vendidos: para el periódico El
Economista (lista 3), su
principal preocupación fue la de ilustrar una tendencia de mercado.
Resulta sorprendente que,
escritores y críticos —como lectores expertos que se supone son— no esclarezcan
a detalle qué criterios consideraron para mencionar una obra. A falta de un
referente detallado que permita discernir el porqué de sus elecciones, autores
como Jaime Mesa, se limitan a esbozar una precisión de nacionalidad y de
lengua: los libros que integran su relación fueron escritos por mexicanos y en
español (lista 4). Luego, Mesa
hace una breve semblanza de los libros que integran su conteo, que tampoco
permite especificar su relevancia.
El periódico Milenio emitió otra más por conducto de Ariel González, misma que no tiene un texto que avale los
criterios de elección y ni siquiera remite a una semblanza de las obras
elegidas. De lo que pude consultar, esta recopilación es una de las más
ambiguas (lista 5).
Para la revista Nexos (lista 6), únicamente
cinco títulos valen la pena; empero, no hay un texto que justifique su calidad.
Lo que sí encontramos es una semblanza particularizada de cada uno de ellos,
que fue realizada por escritores distintos (un autor escribe sobre cada libro)
y que dibuja la importancia de los miembros que la integran.
Interesante sería encontrar,
entre todas las listas, un punto de articulación común que definan sus
intereses y su porqué. Por ejemplo: un tema, una lengua, un autor, un título,
pero no. Se torna casi imposible lograrlo cuando encontramos que la mayor parte
de las elecciones fueron asignadas arbitrariamente, bajo la sospecha de que los
títulos recomendados ni siquiera fueron leídos puntualmente. Así, Aurelio
Asiain incluye a Canción de tumba de Julian Herbert (lista 7), cuando dicho
libro fue publicado en 2011 (lista 8)
No me atrevo a negar la
calidad de los autores recogidos en todo lo enumerado; dudo más bien del
criterio de quienes eligen, de sus motivaciones, de la poca astucia crítica, de su
honestidad y del facilismo que impera en muchos de nuestros sectores
literarios, lo que me hace dudar de su autenticidad.
Otro factor que nos insta al
revisionismo frente a lo recomendado es la nula presencia de autores nacionales
en las listas ofrecidas por medios internacionales En el recuento hecho
por Babelia —suplemento cultural del diario El País— conviven
autores de lengua española con los de otros idiomas, sin embargo, ninguno de
ellos es mexicano. (lista 9) Lo mismo
sucede con la que publica el periódico español ABC (lista 10) o con la
del suplemento del diario argentino El Clarín (lista 11) Esto nos
lleva a preguntarnos si la calidad literaria de la que presumen las listas
nacionales es fidedigna, o si se trata meramente de un florilegio de cumplidos
y deslealtades entre los propios autores, lo que genera conflictos de
intereses éticos evidentes.
Para el lector aficionado es muy difícil distinguir si un reseñista realmente quedó
impactado por la obra que leyó; o si propósito ulterior es legitimar por
encargo un libro. Reconozco también que el prestigio de un escritor no siempre
concuerda con la calidad de su obra. Los hay quienes gozan de uno mucho menor
al de su pericia literaria; como los hay premiados y con una obra
inconsistente. Queda claro que el crédito no siempre se obtiene después de
haber escrito; sino también se logra favoreciendo al titular de un cargo
público o al director de alguna editorial.
El lograr que todos los
mexicanos leamos parece una premisa de Estado. Enormes
aparatos burocráticos promueven al libro; se construyen colosales
bibliotecas; onerosas campañas publicitarias con famosos se repiten una y otra
vez; se libra de impuestos a la compra de libros, inaudita situación
que no pasa en países con porcentajes de lectura mayores al nuestro;
y a pesar de todo eso, el objetivo no se alcanza: solo el uno por ciento de los mexicanos lee. Para Guillermo Sheridan, está probado nuestro rechazo al libro por las válidas razones que indica, aunque omite señalar la nula orientación literaria desinteresada que padecemos.
En medio de este caos, es necesario replantearnos si el libro y la lectura
constituyen una prioridad nacional y si los métodos empleados para su
difusión son eficientes o no; para esta tarea debemos despojarnos de obsoletos
criterios nacionalistas de lo que se recomienda. La crítica arribista,
subjetiva y poco sustentada, en nada contribuye a incentivarla.
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