26/10/12

"¿Para qué vivir, si la vida se olvida?". Frédéric Beigbeder


No me acuerdo de mi infancia. Cuando lo digo, nadie me cree. ¡Todo el mundo se acuerda de su pasado! ¿Para qué vivir, si la vida se olvida? En mí no queda nada de mí mismo; de los cero a los quince años, me enfrento a un agujero negro (en el sentido astrofísico: objeto masivo cuyo campo gravitatorio es tan intenso que impide que se escape cualquier forma de materia o radiación). Durante mucho tiempo creí que era normal, que los demás padecían la misma amnesia que yo, pero si les preguntaba: ¿Te acuerdas de tu infancia?, me contaban un montón de historias. Me avergüenza que mi biografía esté escrita con tinta invisible. ¿Por qué no es indeleble mi infancia? Me siento excluido del mundo, ya que el mundo tiene una arqueología y yo no. He borrado mi rastro como un criminal fugitivo. Cada vez que menciono esta debilidad mía, mis padres levantan los ojos al cielo, mi familia protesta, mis amigos de infancia se molestan y mis ex novias amenazan con sacar a la luz documentos fotográficos.

—¡No has perdido la memoria, Frédéric, sencillamente te importamos un comino!

Los amnésicos resultan ofensivos, sus allegados los toman por negacionistas, como si el olvido fuera siempre voluntario. Yo no miento por omisión: rebusco en mi vida como en un baúl vacío, y no encuentro nada; soy un desierto. A veces oigo murmurar a mis espaldas: A ése no consigo ubicarlo.  Estoy de acuerdo. ¿Cómo queréis situar a alguien que ignora de dónde viene? Como dice Gide en Los falsificadores de moneda, estoy construido sobre pilotes: sin cimientos ni subsuelo. La tierra se hunde bajo mis pies, levito sobre un colchón de aire, soy una botella que flota sobre el mar, un móvil de Calder. Para agradar a los demás, he renunciado a tener columna vertebral, he querido fundirme con el decorado cual Zelig, el hombre camaleón. Olvidar la propia personalidad, perder la memoria para ser querido: convertirse, para seducir, en lo que escojan los demás. En lenguaje psiquiátrico, este desorden de la personalidad se llama déficit de conciencia centrada. Soy una forma hueca, una vida sin fondo. Según me han contado, de pequeño tenía colgado en mi cuarto de la rue Monsieurle-Prince el póster de una película: Mi nombre es Nadie. Sin duda, me identificaba con el protagonista.

Jamás he escrito otra cosa que las historias de un hombre sin pasado: los protagonistas de mis libros son los productos de una época de inmediatez, perdidos en un presente desarraigado, habitantes transparentes de un mundo en el que los sentimientos son efímeros como mariposas, en el que el olvido protege del dolor. Es posible, soy la prueba de ello, no conservar en la memoria más que fragmentos de la propia infancia, y la mayor parte falsos o moldeados a posteriori. Semejante amnesia viene alentada por nuestra sociedad: incluso el futuro perfecto está en vías de extinción gramatical. Pronto mi deficiencia será banal, mi caso se acabará generalizando. A pesar de todo, reconozcamos que no es muy habitual desarrollar los síntomas de la enfermedad de Alzheimer a mitad de la vida.

A menudo reconstruyo mi infancia por pura educación. 

Que sí, Frédéric, ¿no te acuerdas?

Amablemente, asiento con la cabeza:

Sí, claro, coleccioné los cromos Panini, fui fan de las Rubettes, ¡ahora caigo!

Con gran desolación, tengo que confesarlo: jamás caigo en nada; soy mi propio impostor. Ignoro por completo dónde estaba entre 1965 y 1980; acaso sea éste el motivo de que esté tan perdido hoy en día. Espero que haya un secreto, un sortilegio oculto, una fórmula mágica que descubrir para salir de este laberinto íntimo. Si mi infancia no es una pesadilla, ¿por qué el cerebro mantiene mi memoria en semejante estado de letargo? 






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