El vínculo entre la literatura y las prácticas artísticas con el mecenazgo de Estado es muy controvertido. La historia del arte mexicano reciente testimonia cómo sus principales protagonistas se han esforzado para acercarse al llamado Poder Cultural.
Así, varios son los escritores que, amén de su trabajo intelectual, ejercen cargos públicos o reciben beneficios económicos a cargo de los contribuyentes sin nada que lo justifique, y en muchos casos, sus ingresos no son proporcionales a la calidad de su obra.
Las prebendas del Estado son uno de los principales motivos de enemistad entre artistas. Desde la generación de poetas Contemporáneos y sus constantes disputas con el estridentismo; pasando por la Escuela Mexicana de Pintura, beneficiaria del muralismo nacional, que llevó a Siqueiros a declarar que no había más ruta que la de ellos; o la generación de Taller y sus enemigos; o el caso de Julio Scherer y la revista Plural contra el echeverrismo; o la conocida polémica que protagonizó Octavio Paz y Vuelta contra Héctor Aguilar Camín y la revista Nexos por el Coloquio de Invierno; o la célebre pelea entre Carlos Fuentes, por su supuesta sumisión al poder, con Enrique Krauze. En todos estos casos, el argumento siempre ha sido que existen maniobras gubernamentales para excluir a un grupo y favorecer a otro.
En este eterno retorno cultural, los últimos episodios han sido la renuncia de Sealtiel Alatriste al premio Xavier Villaurrutia 2012, y a la poderosa Coordinación de Difusión Cultural de la UNAM, después de que se reciclaran las acusaciones de plagio que había en su contra; o los del peruano Alfredo Bryce Echenique y su elección como ganador del Premio FIL, mismos que, sin dejar de ser hechos reprochables, dejan percibir un tufo de linchamiento contra esos personajes y los jurados que los galardonaron, sin que nada se diga en contra de las autoridades que administran el dinero y que se hallan en la punta de la pirámide de los costosos aparatos burocráticos. Pocos mencionan que estas campañas no se iniciaron al conocerse, ya hace tiempo, la apropiación indebida; sino que nacen al darse a saber que precisamente ellos fueron los ganadores de la fama y la retribución pública que los reconocimientos conllevan.
Todo lo expuesto, delinea un panorama que pone en entredicho la puntualidad de los financiamientos estatales a la literatura y las artes.
Recientemente, el escritor español Javier Marías sorprendió al mundo de habla hispana al rechazar el Premio Nacional de Narrativa, entregado por el Ministerio Nacional de Educación, Cultura y Deporte de España. En una rueda de prensa, después de declinar el premio, Marías declaró: “Creo que el Estado no debe darme nada por ejercer mi tarea de escritor.” […] “He rechazado toda remuneración que procediera del erario público. He dicho en no pocas ocasiones que en el caso de que se me concediera no podría aceptar premio alguno”.
La decisión de Marías me lleva a cuestionarme el porqué el Estado debe reconocer a los artistas por hacer su trabajo. Muchas son las profesiones que intervienen en el devenir educativo, político y social de un país. Sin embargo, un maestro —cuyo grado de injerencia social supera por mucho al de un novelista— no tiene las mismas prerrogativas de quien motu proprio decide dedicarse a las artes.
En México, cada vez que se abre la convocatoria a un premio cultural, un periodo de becas, o cualquier otro beneficio pecuniario para los "creadores de arte", se evidencian los vicios del compadrazgo, el tráfico de influencias y el sectarismo. Los gobiernos federal y estatales se han encargado de privilegiar y proteger a sus artistas, al grado de evitar que su obra y sus ingresos dependan del criterio del público interesado, bajo la premisa de que rodearse de —pleonasmo aparte— intelectuales sumisos, engalanarán al poderoso.
De esta manera, el artista famoso goza de una serie de prerrogativas que no tenemos todos los ciudadanos, lo cual rompe con el elemental principio de equidad en las relaciones sociales. ¿El fomento a la cultura merece tanto privilegio a los creadores? Creo que no. En ese contexto, propongo las siguientes hipótesis en busca de la honestidad cultural y el correcto ejercicio del dinero público:
1. No más premios a los autores de plagios. Repulsa a los jurados y autoridades que los obvien. Deber de denuncia por parte de las víctimas. No a la exención del pago del Impuesto sobre la Renta por el monto del premio.
Debe haber corresponsabilidad. Tanto al autor premiado, el jurado que a sabiendas decidió reconocerlo y a la autoridad que encubrió el hecho. Siguiendo este proceder, se favorece la cultura de la denuncia, requisito indispensable de procedencia, y se corrobora que la distinción obedece exclusivamente a la calidad de la obra en cuestión. Bajo este tenor, sin reclamo del directamente afectado, no nace interés jurídico de terceros.
Si uno de nosotros ganará un concurso o se sacará la lotería, estaría obligado a pagar hasta el 21 % del monto total del ingreso por impuestos. Tratándose de premios o concursos literarios, la ley los exenta de cualquier contribución. Es injusto.
2. No más publicidad gubernamental en revistas y proyectos denominados libres y críticos. El recibir dinero público les resta credibilidad.
Diversas publicaciones "subversivas" sobreviven o incrementan sus ingresos por medio de contratos con el gobierno. En este caso, su disidencia tendría que ser congruente con sus finanzas.
3. No más empleos en embajadas y consulados a personas ajenas al servicio exterior. No es ético desplazar a quien para eso se prepara.
Ciertos grupúsculos y personajes integrantes de la cultura y las artes, se posicionan como candidatos naturales a ocupar puestos en el extranjero para los que no están preparados. Muchos de ellos, sin pasar siquiera por la universidad, el Instituto Matías Romero y desconociendo las leyes aplicables, han ocupado —y ocupan— cargos de embajadores, cónsules o agregados de lo que se les ocurra, sin el menor respeto para quien hace del servicio exterior una meta en la vida.
4. No más estado de excepción para los artistas con el pago en especie de sus impuestos. Es injusto, desproporcionado e inconstitucional.
Solo en México pasa que artistas privilegiados pagan sus impuestos con una obra propia que dan al Estado. El mercado del arte es sumamente redituable. No es justo que esta casta cumpla sus obligaciones fiscales entregando una obra que ellos eligen y todos los demás, independientemente de nuestra profesión, tengamos que pagar en dinero contante.
Sumado a lo anterior, no existen criterios unificados para evaluar proporcionalmente la calidad y el valor monetario de una "obra de arte". La subjetividad, el gusto, o la preferencia, no pueden servir como pretexto a la exención fiscal
5. No más financiamiento público para hacer el llamado "cine mexicano", ya que únicamente los millonarios productores se benefician de él.
Mucho del cine mexicano contemporáneo no se comercializa sencillamente porque carece de calidad; y está convirtiéndose en un nido de lugares comunes. El financiamiento solo encubre asignaciones directas de presupuesto, en nada beneficia al público ávido de buen cine; mucho menos a los creadores verdaderamente capacitados para ofrecerlo.
6. No más exención al libro. Somos de los pocos países que lo hacen, sin mejorar nuestra lectura y bonificando a las grandes editoriales.
Como en el caso anterior, la exención al libro obedece más a intereses corporativos que educativos. El problema de la lectura en México no está vinculado con el precio del libro; sino con los hábitos de la población. Contamos con suficientes bibliotecas en el país, además de recursos virtuales, como para además ofrecer beneficios económicos de cero impuestos a la industria editorial.
7. No más elefantes burocráticos como el CONACULTA, el INBA, el INAH, las instituciones de las entidades, las comisiones legislativas y demás, que duplican funciones a costa del erario.
Con solo revisar los Presupuestos de Egresos se puede comprobar cuanto nos cuestan estos organismos. Además, es preocupante la ambigüedad que existe en cuanto a sus áreas de competencia. Al efecto, basta con comparar, en sus propias portales, la misión y visión del INBA con la información relevante del CONACULTA.
8. No más becas públicas a creadores de dudosa calidad. Sí a una real supervisión del proceso de asignación y del cumplimiento de objetivos.
Para garantizar la calidad y la dedicación de un creador para con su obra, es necesario optimizar los mecanismos de seguimiento que se emplean. Hoy en día, un ciudadano puede consultar los nombres de los ganadores de las becas del FONCA, pero no puede acceder a un seguimiento detallado de las actividades del creador y tampoco a una muestra significativa de su obra.
En muchas ocasiones un creador pasa de becario a jurado y viceversa, y así sobrevive por años, como fiduciario de una burocracia indefinida e intangible.
Para alcanzar la transparencia en la asignación y supervisión de las becas, debe garantizarse la movilidad de los jurados y el personal encargado de la selección.
9. No más tolerancia y sí a la denuncia a cualquier pago a periodistas para que opinen por encargo o a locutores para que programen música.
Mejor conocidos como el "chayote" y la "payola". Es necesario volver a la premisa de que la obra de arte debe defenderse a sí misma. Hoy en día se confunden la publicidad y la alevosía. Manipular con dolo a la opinión pública para construir productos reciclables debe ser debidamente sancionado. Es la hora de construir una prensa crítica y especializada.
10. No más libertinaje en el ejercicio de la expresión. Sí a una ley que garantice la réplica y el pago de una compensación por la calumnia.
La discusión no puede permitirse particularizar sospechas. Para hablar de plagio u otro hecho deleznable, es necesario tener el texto de origen, el correspondiente cotejo y la denuncia del ofendido. Se ha vuelto insoportable la impunidad que rodea a la calumnia y al desprestigio, sin medios tangibles y reales de defensa.
Claro que el artista tiene derecho a llevar una vida digna económicamente, como todos los que trabajamos; pero nada justifica las excepciones de que gozan. Un intelectual que se respete a sí mismo, sería el primero en exigir legalidad, transparencia y beneficio justo, atendiendo a lo que debería ser verdaderamente importante para él, su obra.