En algún momento, todos hemos escuchado frases como “un amigo fiel vale por diez mil parientes”; “un amigo es un tesoro”; “mientras se tenga al menos un amigo, nadie es inútil”; “todo mi patrimonio son mis amigos” y muchas más de igual naturaleza, las cuales ensalzan la amistad, la ponderan como un valor en suma apreciable e inmutable.
Parece entonces absolutamente indispensable generar las condiciones idóneas para estar cerca de al menos alguien con quien construir y permanecer en el tiempo, alguien que siempre estará ahí, que nunca cuestiona con mordacidad, que sabe escuchar; alguien que nos acepta tal como somos y con quien siempre, siempre, podremos contar.
En la Ética a Nicómaco, libros VIII y IX, Aristóteles estudió a este valor, apuntando que: “La presencia de los amigos en la buena fortuna lleva a pasar el tiempo agradablemente y a tener consciencia de que los amigos gozan con nuestro bien. Por eso debemos invitarlos a nuestras alegrías, porque es noble hacer bien a otros, y rehuir invitarlos a participar en nuestros infortunios, pues los males se deben compartir lo menos posible. Con todo, debemos llamarlos a nuestro lado cuando han de sernos de ayuda y, recíprocamente, está bien acudir de buena voluntad a los que pasan alguna adversidad aunque no nos llamen, porque es propio del amigo hacer bien, sobre todo a los que lo necesitan y no lo han pedido, lo cual es para ambos más virtuoso. De todos modos, no es noble estar ansioso de recibir favores, por más que igualmente hemos de evitar ser displicentes por rechazarlos”.
Todas sus profundas disertaciones llevaron al estagirita a señalar tres clases de amistad: la perfecta, la que nace por interés y la que nace por el placer. La primera es la que se da entre hombres iguales y en iguales condiciones; en las dos últimas, la afinidad se sujeta al beneficio que puede obtenerse, sea material o sea moral.
Así pues, es tal la idealización de la amistad que si no se reúnen todas las características descritas desde la sabia antigüedad griega hasta el día de hoy, nuestras relaciones con los demás entrarán en una genérica bolsa de lo que podríamos llamar “conocidos”, “cuates”, “gente con intereses comunes” o, a lo mucho, “compañeros”.
En un bello pasaje de El último encuentro, Sándor Márai escribe: “–Estaría bien saber... si de verdad existe la amistad. No me refiero al placer momentáneo que sienten dos personas que se encuentran por casualidad, a la alegría que les embarga porque en un momento dado de su vida comparten las mismas ideas acerca de ciertas cuestiones, o porque comparten sus gustos y sus aficiones. Eso todavía no es amistad. A veces pienso que la amistad es la relación más intensa de la vida… y que por eso se presenta en tan pocas ocasiones... la amistad es la relación más noble que pueda haber entre los seres humanos. Es curioso: los animales también la conocen. Existe la amistad entre los animales, el altruismo, la disposición para ayudar... Los seres humanos organizan su ayuda común… aunque a veces les cuesta vencer los obstáculos que se presentan; siempre, en cada comunidad de seres vivos, hay personas fuertes y abnegadas. He visto cientos de casos en el mundo animal. Entre los hombres he visto menos. Para ser exactos, no he visto ninguno. Las relaciones basadas en la simpatía que he visto nacer y desarrollarse entre los seres humanos han terminado ahogándose invariablemente en los cenagales de la egolatría y de la vanidad. El compañerismo y la camaradería adquieren en ocasiones el aspecto de la amistad. Los intereses en común pueden producir situaciones humanas que se parecen a la amistad. También la soledad hace que las personas se refugien en relaciones más íntimas: al final se arrepienten, aunque al principio crean que esa intimidad es ya una forma de amistad. Claro, todo esto no tiene nada que ver con la verdadera amistad. Uno está convencido... de que la amistad es un servicio. Al igual que el enamorado, el amigo no espera ninguna recompensa por sus sentimientos. No espera ningún galardón, no idealiza a la persona que ha escogido como amiga, ya que conoce sus defectos y la acepta así, con todas sus consecuencias. Esto sería el ideal... Por eso no tenemos ningún derecho a exigir ni la verdad ni la fidelidad de aquel a quien un día aceptamos como amigo, ni siquiera aunque los acontecimientos hayan demostrado que ese amigo ha sido infiel”.
Alguna vez leí un comentario sarcástico de un editor, calificando como “gringo en Acapulco o perrito persiguiendo coches” a quien se atrevía a llamar amigo a quien no reuniera todos los elementos que ello implica. (Quizá la edad del personaje le lleva a pensar así). Curiosamente, el 10 de octubre de 1952, en una carta que Octavio Paz le dirigió a Rogelio de la Selva divulgada por Reforma, el poeta escribió:
“Permítame, ante todo, que lo llame amigo aunque no tengo el gusto de conocerlo personalmente. Pero su amable y eficaz intervención ... me autoriza, acaso sin derecho, a considerarlo como un buen amigo”. ¿Para Paz la amistad era sinónimo de prebenda? Pienso que no.
El mundo que nos tocó vivir, con su frenético crecimiento, con la idealización de lo banal, con el imperio de lo efímero, con la modernidad líquida, tan aterradora como real, en palabras de Zygmunt Bauman, con la dificultad de trasladarse con soltura y seguridad, en fin, con todas sus vicisitudes, hace imposible conseguir ya no amigos, un solo amigo con todo lo indicado.
A mi entender, como usuario de las redes sociales, es paradójico que en tiempos donde los elementos para comunicarnos entre todos nosotros están al alcance de la mano, una gran parte de los comentarios que leo se refieren a la soledad, no al deseo y al placer de ella, sino al doloroso sentimiento. ¿No será que esa perenne sensación de abandono y olvido deviene del contexto cultural que heredamos de lo que es un amigo y que en los tiempos modernos –siendo sinceros– es imposible hallar?
Cuando uno hace de su entorno su única fuente de relación, llega un momento en que acaece el hartazgo, la vacuidad. Por ejemplo, después de una dura jornada de trabajo, lo que menos se me apetece es reunirme con abogados para seguir hablando del mundo jurídico. Nuestra mente, así como nuestro cuerpo, nos piden diversidad, descanso y apertura a mundos nuevos. Por ello es que me he preocupado por construir círculos afines a mis intereses: dentro del ajedrez, la literatura, la historia de México, la música, la tecnología, la pintura y demás. Es decir, cuando estoy “hasta la coronilla” de algo, me basta con integrarme al espacio que me apetezca para olvidar rápidamente el tedio cotidiano. De toda esa gente no espero nada –o sea, parece que nace una amistad perfecta, conforme lo dicho por Aristóteles– y creo que ellos no esperan tampoco nada de mí; es más, pueden pasar meses sin que sepamos unos de los otros, pero basta con el hecho de encontrarnos, real o virtualmente, para que la simpatía fluya, para que resurja nuestra condición de amistad.
Como puede dilucidarse, vivimos encerrados en un mundo lleno de paradigmas que nos impiden entender y entendernos, no obstante que la humanidad abre paso a nuevos moldes que antes era inaceptable siquiera mencionar, como las uniones de parejas del mismo sexo, la clonación, la fecundación in vitro, el concepto de autoridad y democracia. En otras palabras, estamos inmersos en una crisis mundial, además de económica y política, de cultura, de valores, de falta de sueños por los cuales luchar.
En ese contexto, ¿es inmutable el concepto de la amistad? ¿Podemos construir “amigos” temporales o generarlos en las redes sociales? Quien dice que no, no entiende el mundo de hoy o debe tener nexos financieros con la psiquiatría o con los laboratorios farmacéuticos. La vida merece ser vivida a plenitud y tenemos la obligación de intentar ser felices. No esperemos nada de nadie y disfrutemos la buena charla, la compañía sin recelos y con apertura de mente. Honestamente, prefiero tener un millón de amigos, que una vida miserable y plena de amargura.