El perder
amigos no carece por cierto de alicientes.
En la amistad
hay por lo común dos periodos. En los primeros meses, la conversación es venero
de gratísimos entretenimientos. Cada vez se descubren nuevas conformidades de
pensamiento y se establece una corriente de secretas afinidades. Las
experiencias del uno son nuevas para el otro, y la curiosidad de ambos
encuentra apacible regalo en las confidencias mutuas.
Pero llega un
día en que nuestro amigo no nos guarda ya sorpresas. Tenemos una clarísima visión
de su vida, y parece como si la hubiéramos incorporado a la nuestra. Donde nos
hallemos, está él presente en espíritu;
y en su ausencia tenemos mil pensamientos que seguramente le hubieran
ocurrido, a estar al lado nuestro. En
este punto la amistad deja de ser fuente de pasatiempo y risas y se torna en
cosa más duradera y firme. Nuestro amigo se ha convertido en algo familiar y
molesto, del que no podremos ya prescindir. Perderlo en esta época es perder
irreparablemente, y para tal aflicción las alquitaras de la ideología no destilan bálsamo eficaz.
Pero podemos
soportar con demasiada resignación la pérdida de otra suerte de amigos, y aun
sentir como un alivio, como un descanso. Los hay que nos entretienen, nos
divierten, pero no llegamos a amar. Y en el día que desaparecen, lo lamentamos
públicamente; acaso creamos nosotros mismos echarlos de menos; pero en verdad,
experimentamos una satisfacción profunda.
Y es que la
sociabilidad exige también sus sacrificios. Cada persona
que tratamos promueve en nosotros una especial actitud de espíritu: solo de
reducido número de asuntos sin importancia puede departirse, sin descender del
terreno de las concesiones mutuas y de la cortesía excesiva de los
indiferentes. Delante de ciertos sujetos no nos mostramos plenamente: son como
una limitación al libre desenvolvimiento de nuestro ser. Por eso al saber de su
muerte experimentamos una cruel y delicada sensación de placer. ¡No volver a
saludarle; pasar por su calle sin peligro; despedirnos para siempre de su
reuma, de sus predicciones políticas, de sus inmundos chascarrillos de
almanaque! ¡Oh, qué profunda alegría llena nuestro corazón! ¡Qué inmortal, si gustáis!
Y ya que hemos
descendido insensiblemente al terreno de las confesiones indebidas,
reconozcamos valientemente que existe más de un individuo —para cada uno de
nosotros— cuya esquela de defunción recibiríamos sin el menor asomo de pena.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Me gustaría saber tu opinión