26/2/14

"El placer de perder amigos". Julio Torri


El perder amigos no carece por cierto de alicientes.

En la amistad hay por lo común dos periodos. En los primeros meses, la conversación es venero de gratísimos entretenimientos. Cada vez se descubren nuevas conformidades de pensamiento y se establece una corriente de secretas afinidades. Las experiencias del uno son nuevas para el otro, y la curiosidad de ambos encuentra apacible regalo en las confidencias mutuas.

Pero llega un día en que nuestro amigo no nos guarda ya sorpresas. Tenemos una clarísima visión de su vida, y parece como si la hubiéramos incorporado a la nuestra. Donde nos hallemos, está él presente en espíritu;  y en su ausencia tenemos mil pensamientos que seguramente le hubieran ocurrido, a estar al lado nuestro.  En este punto la amistad deja de ser fuente de pasatiempo y risas y se torna en cosa más duradera y firme. Nuestro amigo se ha convertido en algo familiar y molesto, del que no podremos ya prescindir. Perderlo en esta época es perder irreparablemente, y para tal aflicción las alquitaras de la ideología  no destilan bálsamo eficaz.

Pero podemos soportar con demasiada resignación la pérdida de otra suerte de amigos, y aun sentir como un alivio, como un descanso. Los hay que nos entretienen, nos divierten, pero no llegamos a amar. Y en el día que desaparecen, lo lamentamos públicamente; acaso creamos nosotros mismos echarlos de menos; pero en verdad, experimentamos una satisfacción profunda.

Y es que la sociabilidad exige también sus sacrificios. Cada persona que tratamos promueve en nosotros una especial actitud de espíritu: solo de reducido número de asuntos sin importancia puede departirse, sin descender del terreno de las concesiones mutuas y de la cortesía excesiva de los indiferentes. Delante de ciertos sujetos no nos mostramos plenamente: son como una limitación al libre desenvolvimiento de nuestro ser. Por eso al saber de su muerte experimentamos una cruel y delicada sensación de placer. ¡No volver a saludarle; pasar por su calle sin peligro; despedirnos para siempre de su reuma, de sus predicciones políticas, de sus inmundos chascarrillos de almanaque! ¡Oh, qué profunda alegría llena nuestro corazón! ¡Qué  inmortal, si gustáis!

Y ya que hemos descendido insensiblemente al terreno de las confesiones indebidas, reconozcamos valientemente que existe más de un individuo para cada uno de nosotros cuya esquela de defunción recibiríamos sin el menor asomo de pena.

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