5/11/13

Los relámpagos de octubre


Cualquier propuesta que pretendiera darle un carácter científico a la historia se toparía con un muro imposible de expugnar: la realidad mexicana.

Nuestro devenir está plagado de tantas contradicciones, hechos increíbles e inexplicables, imitaciones absurdas, mezquindades y egoísmos, que es materialmente imposible marcar un camino cierto que explique con objetividad por qué somos y estamos así.

El maniqueísmo es la constante que nos identifica; siempre hay dos bandos bien identificados, el de los héroes y el de los traidores, el cual se define entre el vencedor y el derrotado, sin que los matices se distingan aun dentro de cada grupo. Por esa manera de entendernos vivimos en la ambigüedad de considerar mártir a Cuauhtémoc y conquistador a Cortés, cuando quizá muchos de nuestros antepasados venían en las carabelas españolas; o en nombrar padre de la patria a Miguel Hidalgo, quien fue un pésimo militar y se pronunció a favor de la monarquía, y en condenar al oscurantismo a nuestro verdadero libertador —caso único en el mundo— Agustín de Iturbide; o en dar trato tan diverso a Juárez y a Díaz, cuando sus rutas eran similares, nada más que uno se murió a tiempo y el otro nos pacificó y modernizó.

Así, no es de extrañar que nuestros mejores historiadores sean irónicos novelistas que nos pintan tal cual somos. Por mucho, prefiero los textos de Jorge Ibargüengoitia que cualquier libro de enseñanza editado por la maltrecha Secretaría de Educación Pública.

Un digno ejemplo de lo que comento se halla entre cualquiera de los personajes destacados de la mal llamada revolución. Los temas abundan, ya que la ideología y las convicciones eran lo de menos frente al vigor de unos millones de pesos, como bien decía Álvaro Obregón. En esa época, las balas suplían a las razones y las sucesiones de poder transcurrían llenando el camposanto de opositores aunque, al final, asesinos y víctimas acabaron integrando una familia feliz en un gran mausoleo nacional.

Recordemos una buena historia: El general Lázaro Cárdenas, quien para muchos ha sido el presidente de México más popular, a pesar de que solo alcanzó a terminar la primaria y tuvo un desempeño militar mediocre, en 1913 se incorporó con las fuerzas de Guillermo Garda; después de la Convención de Aguascalientes, militó en el villismo a las órdenes del general Morales. En 1915 se unió al carrancismo. Astuto, supo cambiar de nuevo de bando y secundó el Plan de Agua Prieta de 23 de abril de 1920, lo que le permitió unirse a la generación sonorense y relacionarse con uno de sus principales impulsores: Plutarco Elías Calles.

En ese momento, no se le tenía en un buen concepto. En palabras de Alfonso Taracena, Obregón decía que "era un tarugo con iniciativa" a propósito de este diálogo con José Vasconcelos el 31 de diciembre de 1923:"Y el Presidente observa: 'Es ya un progreso que entre nosotros la guerra se civilice; ya ve usted lo que ha hecho Estrada con Cárdenas; otro en su lugar lo fusila'. Vasconcelos pregunta cómo estuvo lo de Cárdenas, y Obregón responde 'Nada, lo que yo había previsto; justamente le di el mando de esa columna sabiendo que la llevaría al desastre porque me convenía distraer por allí la atención del enemigo, mientras preparábamos la ofensiva de Ocotlán. Cárdenas fue de carnada. Y así, mientras Estrada se pavonea de su triunfo ante las bellas de Guadalajara y se permite gestos a lo Nicolás Bravo, yo, por el Bajío, le preparo el derrumbe'...".

Tras la muerte del manco de Celaya, una hábil iniciativa de Calles para controlar las disputas políticas y convertirse en el principal árbitro de los destinos nacionales, marcó el rumbo del siglo XX mexicano: la creación del Partido Nacional Revolucionario, después institucionalizado o petrificado por el michoacano. Así, durante el periodo que corrió de 1928 a 1934, no hubo más Jefe Máximo que el hijo de Guaymas. Desde su casa de la colonia Anzures se lograba apreciar el Castillo de Chapultepec, residencia de los presidentes. Por ello se decía: "Allí vive el presidente, pero el que manda vive enfrente". 

Si ignoramos todo lo que se afirma de Carlos Salinas, don Plutarco ha sido el único que ha podido extender su poder después de su mandato. Con Portes Gil fue designado secretario de Guerra y Marina, cargo que repitió durante el gobierno de Ortiz Rubio. En 1933, Abelardo L. Rodríguez le comisionó la Secretaría de Hacienda y la Presidencia del Consejo Ejecutivo de los Ferrocarriles Nacionales de México. Fueron los años de nuestro Caudillo; Cárdenas, fiel, nunca se manifestó en contra: era su amigo.

Para el mes de mayo de 1933 se presumía que los candidatos presidenciales del Partido, o sea los de Calles, eran Pérez Treviño, Riva Palacio y Cárdenas. Sin embargo, cuando Rodolfo Calles habló en la Cámara de Diputados de las virtudes de éste último, los políticos se unieron en torno al mejor hombre. Quizás, el Jefe Máximo seguía pensando en el hombre objeto de burlas diez años antes. Así, el 6 de diciembre, fue ungido. 

El Tata asumió el cargo el 1 de diciembre de 1934. Una de sus primeras medidas fue mudar la residencia oficial a Los Pinos, ya que quizá no le gustaba la vista desde la antigua residencia de Maximiliano. La segunda, fue revertir políticas e intereses ligados al callismo, lo que generó la discordia, la guerra de declaraciones y el enrarecimiento del clima político.

En ese tiempo, Cárdenas denunció el propósito de Calles de intervenir en la política del país, al declarar que esa actitud era "una traición a México y a la Revolución al querer desprestigiar al sacrificio del pueblo mexicano…".

En ese contexto, el 10 de abril de 1936, el presidente aplicó la razón de Estado y lo expulsó del país hacia Los Ángeles, California, en compañía de Luis N. Morones, Luis N. León y Melchor Ortega. Se cuenta que al llegar los ejecutores de madrugada a la casa de Anzures, su propietario se encontraba en pijama leyendo Mi lucha de Adolfo Hitler, título muy popular entre las corrientes opositoras a las políticas cuasi socialistas de la época.

Con esa cómoda vestimenta, durante el trayecto en el avión, Calles pensó que sería asesinado como todos sus antecesores. No fue así. Eso no era lo que el general Cárdenas hubiera querido; el amigo le fue leal y lo dejó morir de su alcoholismo nueve años después.

Nadie protestó por la medida. La justificación legal de la misma se resume en estas palabras del presidente: “...se aplicó debido a que ha llegado ya a un límite que perjudica los intereses del país y debido a la conspiración que se ha comprobado con tres Generales y un civil, y de que son elementos que considera el propio gobierno que no son leales…”.

El tiempo pasó, los gobiernos se sucedieron y Cárdenas falleció varios años después de estos hechos. Como toda buena familia, Gustavo Díaz Ordaz —el nuevo patriarca— cumplió los ocultos deseos de nuestros personajes reflejados en estas palabras de Calles: "Debieran saber los que prohíjan y realizan estas maniobras, que no hay nada ni nadie que pueda separarnos al general Cárdenas y a mí. Tenemos veintiún años de tratarnos continuamente y nuestra amistad tiene raíces demasiado fuertes para que haya quien pueda quebrantarla", y decidió enterrarlos juntos en el Monumento a la Revolución, bien resguardados por una puntual y ordenada columna de leales maestros. Los amigos unidos aun después de la muerte. No podía ser de otra manera ante tanta afinidad: ambos fallecieron un 19 de octubre.

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