Cualquier
propuesta que pretendiera darle un carácter científico a la historia se toparía
con un muro imposible de expugnar: la realidad mexicana.
Nuestro
devenir está plagado de tantas contradicciones, hechos increíbles e inexplicables,
imitaciones absurdas, mezquindades y egoísmos, que es materialmente imposible
marcar un camino cierto que explique con objetividad por qué somos y estamos
así.
El
maniqueísmo es la constante que nos identifica; siempre hay dos bandos bien identificados,
el de los héroes y el de los traidores, el cual se define entre el vencedor y
el derrotado, sin que los matices se distingan aun dentro de cada grupo. Por
esa manera de entendernos vivimos en la ambigüedad de considerar mártir a
Cuauhtémoc y conquistador a Cortés, cuando quizá muchos de nuestros antepasados
venían en las carabelas españolas; o en nombrar padre de la patria a Miguel
Hidalgo, quien fue un pésimo militar y se pronunció a favor de la monarquía, y
en condenar al oscurantismo a nuestro verdadero libertador —caso único en
el mundo— Agustín de Iturbide; o en dar trato tan diverso a Juárez y a
Díaz, cuando sus rutas eran similares, nada más que uno se murió a tiempo y el
otro nos pacificó y modernizó.
Así, no
es de extrañar que nuestros mejores historiadores
sean irónicos novelistas que nos pintan tal cual somos. Por mucho,
prefiero los textos de Jorge Ibargüengoitia que cualquier libro de enseñanza
editado por la maltrecha Secretaría de Educación Pública.
Un digno
ejemplo de lo que comento se halla entre cualquiera de los personajes
destacados de la mal llamada revolución. Los temas abundan, ya que la ideología
y las convicciones eran lo de menos frente al vigor de unos millones de pesos,
como bien decía Álvaro Obregón. En esa época, las balas suplían a las razones y
las sucesiones de poder transcurrían llenando el camposanto de opositores
aunque, al final, asesinos y víctimas acabaron integrando una familia
feliz en un gran mausoleo nacional.
Recordemos
una buena historia: El general Lázaro Cárdenas, quien para muchos ha sido el
presidente de México más popular, a pesar de que solo alcanzó a terminar la
primaria y tuvo un desempeño militar mediocre, en 1913 se incorporó con las
fuerzas de Guillermo Garda; después de la Convención de Aguascalientes, militó
en el villismo a las órdenes del general Morales. En 1915 se
unió al carrancismo. Astuto, supo cambiar de nuevo de bando y
secundó el Plan de Agua Prieta de 23 de abril de 1920, lo que le permitió
unirse a la generación sonorense y relacionarse con uno de sus principales
impulsores: Plutarco Elías Calles.
En ese
momento, no se le tenía en un buen concepto. En palabras de Alfonso Taracena,
Obregón decía que "era un tarugo con iniciativa"
a propósito de este diálogo con José Vasconcelos el 31 de
diciembre de 1923:"Y el Presidente observa: 'Es
ya un progreso que entre nosotros la guerra se civilice; ya ve usted lo que ha
hecho Estrada con Cárdenas; otro en su lugar lo fusila'. Vasconcelos
pregunta cómo estuvo lo de Cárdenas, y Obregón responde 'Nada, lo que yo
había previsto; justamente le di el mando de esa columna sabiendo que la
llevaría al desastre porque me convenía distraer por allí la atención del
enemigo, mientras preparábamos la ofensiva de Ocotlán. Cárdenas fue de carnada.
Y así, mientras Estrada se pavonea de su triunfo ante las bellas de Guadalajara
y se permite gestos a lo Nicolás Bravo, yo, por el Bajío, le preparo el
derrumbe'...".
Tras la
muerte del manco de Celaya, una hábil iniciativa de Calles para
controlar las disputas políticas y convertirse en el principal árbitro de los
destinos nacionales, marcó el rumbo del siglo XX mexicano: la creación
del Partido Nacional Revolucionario, después institucionalizado —o petrificado— por el
michoacano. Así, durante el periodo que corrió de 1928 a 1934, no hubo
más Jefe Máximo que el hijo de Guaymas. Desde su casa de la
colonia Anzures se lograba apreciar el Castillo de Chapultepec, residencia de
los presidentes. Por ello se decía: "Allí vive el presidente, pero
el que manda vive enfrente".
Si ignoramos todo lo que se afirma de Carlos Salinas, don Plutarco ha sido el
único que ha podido extender su poder después de su mandato. Con Portes Gil fue
designado secretario de Guerra y Marina, cargo que repitió durante el gobierno
de Ortiz Rubio. En 1933, Abelardo L. Rodríguez le comisionó la Secretaría de
Hacienda y la Presidencia del Consejo Ejecutivo de los Ferrocarriles Nacionales
de México. Fueron los años de nuestro Caudillo; Cárdenas,
fiel, nunca se manifestó en contra: era su amigo.
Para el mes de mayo de 1933 se presumía que los candidatos presidenciales del
Partido, o sea los de Calles, eran Pérez Treviño, Riva Palacio y Cárdenas. Sin
embargo, cuando Rodolfo Calles habló en la Cámara de Diputados de las virtudes
de éste último, los políticos se unieron en torno al mejor hombre.
Quizás, el Jefe Máximo seguía pensando en el hombre objeto de
burlas diez años antes. Así, el 6 de diciembre, fue ungido.
El Tata asumió el cargo el 1 de diciembre de 1934. Una de sus
primeras medidas fue mudar la residencia oficial a Los Pinos, ya que quizá no
le gustaba la vista desde la antigua residencia de Maximiliano. La segunda, fue
revertir políticas e intereses ligados al callismo, lo que generó
la discordia, la guerra de declaraciones y el enrarecimiento del clima
político.
En ese
tiempo, Cárdenas denunció el propósito de Calles de intervenir en la política
del país, al declarar que esa actitud era "una traición a México y
a la Revolución al querer desprestigiar al sacrificio del pueblo
mexicano…".
En ese
contexto, el 10 de abril de 1936, el presidente aplicó la razón de
Estado y lo expulsó del país hacia Los Ángeles, California, en
compañía de Luis N. Morones, Luis N. León y Melchor Ortega. Se cuenta que al
llegar los ejecutores de madrugada a la casa de Anzures, su propietario se
encontraba en pijama leyendo Mi lucha de Adolfo Hitler, título
muy popular entre las corrientes opositoras a las políticas cuasi socialistas
de la época.
Con esa cómoda vestimenta, durante el trayecto en el avión, Calles pensó
que sería asesinado como todos sus antecesores. No fue así. Eso no era lo
que el general Cárdenas hubiera querido; el amigo le fue leal y lo dejó
morir de su alcoholismo nueve años después.
Nadie protestó por la medida. La justificación legal de la misma se resume en
estas palabras del presidente: “...se aplicó debido a que ha llegado ya
a un límite que perjudica los intereses del país y debido a la conspiración que
se ha comprobado con tres Generales y un civil, y de que son elementos que
considera el propio gobierno que no son leales…”.
El tiempo pasó, los gobiernos se sucedieron y Cárdenas falleció varios años
después de estos hechos. Como toda buena familia, Gustavo Díaz Ordaz —el
nuevo patriarca— cumplió los ocultos deseos de nuestros personajes
reflejados en estas palabras de Calles: "Debieran saber los
que prohíjan y realizan estas maniobras, que no hay nada ni nadie que
pueda separarnos al general Cárdenas y a mí. Tenemos veintiún años de
tratarnos continuamente y nuestra amistad tiene raíces demasiado fuertes para
que haya quien pueda quebrantarla", y decidió enterrarlos juntos en el
Monumento a la Revolución, bien resguardados por una puntual y ordenada columna
de leales maestros. Los amigos unidos aun después de la muerte. No podía ser de
otra manera ante tanta afinidad: ambos fallecieron un 19 de octubre.