7/11/12

"La mayoría de los escritores llevan una doble vida". Paul Auster


La culpa era solo mía. Mi relación con el dinero siempre había sido imperfecta, enigmática, llena de impulsos contradictorios, y ahora pagaba el precio de negarme a adoptar una posición clara al respecto. Desde siempre, mi única ambición había sido escribir. Lo sabía desde los dieciséis o diecisiete años, y nunca me había hecho ilusiones de que podría ganarme la vida escribiendo. El escritor no elige una profesión, como el que se hace médico o policía. No se trata tanto de escoger como de ser escogido, y una vez que se acepta el hecho de que no se vale para otra cosa, hay que estar preparado para recorrer un largo y penoso camino durante el resto de la vida. A menos que se resulte ser un elegido de los dioses y pobre de quien cuente con ello , con escribir no se gana uno la vida, y si se quiere tener un techo sobre la cabeza y no morirse de hambre, habrá que resignarse a hacer otra cosa para pagar los recibos. Yo comprendía todo eso, estaba preparado para ello, no me quejaba. En ese aspecto, tuve una suerte inmensa. No sentía un interés particular por los bienes materiales, y la perspectiva de ser pobre no me asustaba. Lo único que quería era una oportunidad de realizar la obra que sentía en mi interior. 

La mayoría de los escritores llevan una doble vida. Ganan buen dinero en profesiones normales y se las arreglan lo mejor que pueden para escribir por la mañana temprano, a altas horas de la noche, durante el fin de semana, las vacaciones... Otros escritores se dedican a la enseñanza. Ésa es quizá la solución más corriente en la actualidad, y con tantas universidades importantes y facultades de provincias ofreciendo cursos de eso que llaman "talleres de escritura", novelistas y poetas andan continuamente a la greña para pescar clases. ¿Quién puede reprochárselos? El sueldo quizá no sea muy alto, pero se trata de un trabajo fijo y el horario es bueno. 

Mi problema era que no quería llevar una doble vida. No es que no quisiera trabajar, pero la idea de checar en algún sitio de nueve a cinco me dejaba frío, totalmente desprovisto de entusiasmo. Con veintipocos años me sentía demasiado joven para sentar cabeza, demasiado lleno de proyectos para perder el tiempo ganando más dinero del que quería o necesitaba. En el aspecto financiero, sólo pretendía arreglármelas. La vida era barata en aquella época y, como no tenía a nadie a mi cargo, me imaginaba que podría ir pasándola con unos ingresos anuales de unos tres mil dólares... 

...Ya no quería hablar más de libros, quería escribirlos. No me parecía bien, por principio, que un escritor se refugiase en la universidad, rodeándose de personas afines y viviendo demasiado a gusto. Existía un riesgo de autocomplacencia, y una vez que cae en ella, el escritor puede darse por perdido. 

No voy a justificar las decisiones que tomé. Si carecían de sentido práctico, lo cierto era que yo no pretendía serlo. Lo que deseaba eran experiencias nuevas. Ansiaba salir al mundo y ponerme a prueba, pasar de una cosa a otra, explorar todo lo que pudiera. Mientras mantuviese los ojos abiertos, me figuraba que todo lo que pasara sería aprovechable, me enseñaría cosas que ignoraba. Parece una actitud anticuada, y quizá lo fuese. Joven escritor se despide de familia y amigos y sale hacia un destino desconocido para descubrir de qué está hecho. Para bien o para mal, dudo de que me hubiese convenido cualquier actitud. Tenía energía, la cabeza llena ideas y el gusanillo de los viajes. Como el mundo era tan grande, lo último que deseaba era andar con pies de plomo.

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