10/9/12

¿Estamos seguros de que leímos lo que decimos que leímos?


Hace unos días, en un taller literario, analizábamos el bello libro de Rainer Maria Rilke, Cartas a un joven poeta. Al pedirme mi opinión sobre él, mencioné que entre tanto, me había gustado la alusión que en la Carta VI el poeta hace al Dios futuro, ese Dios que tal vez todavía no haya sido, y puede que esté adelante, en el porvenir, idea que después retomará Martin Heidegger.

Mi sorpresa fue mayúscula, ya que pensaba que mi comentario era puntual; cuando la moderadora del grupo me indicó que ese tema no lo mencionaba Rilke, dando a entender que me había confundido de lectura. Siendo mi tozudez mayor, insistí en mi aserto, lo que nos llevó a comparar los libros sobre los que habíamos hecho la lectura, resultando que todo el grupo leímos lo mismo pero en traducciones distintas. Esto no tendría mayor trascendencia si el contexto fuera el mismo pero, como producto de la comparación, hallamos párrafos enteros de la obra con contenidos totalmente diversos. Lo anterior lo ejemplifico asì:

CARTA I

Podría ser que, tras ese descenso hacia si mismo y hacia su soledad, debiera renunciar a convertirse en poeta (para ello, para prohibirse a usted mismo escribir, bastaría sentir que puede vivir sin hacerlo). Pero aún así, este recogimiento que le aconsejo no habrá sido en vano. Su vida hallará desde ese momento sus propios caminos y mi deseo de que éstos sean buenos, amplios y ricos, va mucho más allá de lo que puedo expresar.[1]



CARTA I

Podría ser que después de este descenso hacia sí mismo, en su soledad individual, debiese renunciar a convertirse en poeta (bastaría, considero, sentir que se puede vivir sin escribir para que haya que prohibirse la escritura). De cualquier modo, esta inmersión pido a usted, no habrá sido vana. Su vida le deberá a ella sus caminos. Que esos caminos le sean buenos, felices y extensos, se lo deseo más de lo que sabría expresar.[2]

CARTA I

Pero quizá, después de ese descenso en sí y en su soledad, deba renunciar a llegar a ser poeta (basta, como he dicho, sentir, que se podría vivir sin escribir para no deber hacerlo en absoluto). Sin embargo, tampoco entonces habrá sido en vano este viraje que le pido. En cualquier caso, a partir de ahí, su vida encontrará caminos propios, y le deseo que sean buenos, ricos y amplios, mucho más de lo que puedo decir.[3]

También, las diferencias de traducción se evidencian en los siguientes párrafos de la carta VI:

CARTA VI

Y si le inquieta y le importuna pensar en la infancia, y en todo lo sencillo y plácido que con ella se relaciona, porque no puede ya creer en Dios, del que toda su infancia está llena, pregúntese querido señor Kappus, si realmente a perdido usted a Dios. ¿No será más bien, que nunca lo poseyó? ¿Cuándo lo poseyó verdaderamente? ¿cree usted que un niño puede tener a aquel que los hombres llevan penosamente, y cuyo peso agobia a los ancianos? ¿Cree usted que quien en verdad lo tenga puede perderlo como quien pierde un guijarro? ¿No cree usted mejor que si alguien lo tuviera podría solo ser perdido por El? ¿Pero si usted reconoce que Dios no estaba en su infancia, e incluso, que El no estaba antes con usted, si presiente usted que Cristo fue alucinado por su anhelo y Mahoma engañado por su orgullo, y si siente con terror en este momento en que hablamos de El, que Dios no existe, ¿qué derecho tiene entonces a echarlo de menos, a El que nunca existió, y a buscarlo como si estuviera perdido?

Por qué no piensa que Él es el Venidero, el que desde toda la eternidad está por llegar, que es el futuro, el futuro de un árbol cuyas hojas somos nosotros? ¿qué le impide proyectar su nacimiento a los tiempos que serán, y vivir su propia vida como un día doloroso y hermoso en la historia de un embarazo sublime? ¿No ve usted, que todo lo que sucede es siempre un principio? ¿No podría ser el principio de Él? Hay siempre tanta belleza en todo principio… Si Él es el más perfecto, ¿no debería preexistir algo inferior para que Él pueda escoger su sustancia entre la plenitud y la abundancia? ¿No debe ser el último, para abarcarlo todo en sí? Y ¿qué sentido tendríamos nosotros si Aquel a quien anhelamos ya hubiera existido?[4]

CARTA VI

Si usted siente angustias y tormentos al evocar su infancia en todo aquello que tiene de simple y secreto, porque usted no puede ya creer en Dios, con quien se encuentra a cada paso, entonces pregúntese, querido señor Kappus, si ha perdido usted verdaderamente a Dios. ¿No sería mejor reconocer que nunca lo ha tendido? ¿Cuándo, en efecto, lo poseyó usted verdaderamente? ¿Cree usted que el niño puede tenerlo en sus brazos? El, a quien el hombre hecho carga con tanto esfuerzo y cuyo peso abruma al anciano de tal manera? ¿Cree usted, que quien lo posee podría perderlo como quien pierde un guijarro? ¿No cree usted, mejor, que quien posee a a Dios se a arriesga a ser perdido por Dios? Pero si usted reconoce que Dios no estaba en su infancia, y aun, que Él no estaba antes que usted, si usted presiente que Cristo fue engañado por su amor, como Mahoma lo fue por su orgullo, y si usted siente con terror, en este mismo instante, cuando hablamos de Él, que Dios no existe, ¿cómo entonces le faltara Él, como si a usted le faltara un pasado, porque él jamás ha estado? ¿y por qué buscarlo, como si lo hubiera perdido? 

¿Por qué no pensar que Él es el que vendrá, el que debe ir a de toda eternidad, que Él es el futuro, el fruto maduro de un árbol del que nosotros somos las hojas? ¿Quién entonces le impide proyectar su venida en lo porvenir y vivir su vida como uno de esos días dolorosos y bellos de una espera sublime? ¿No ha visto usted que todo aquello que ocurre es siempre el principio? ¿No podría ser el principio de Él? Hay tanta belleza en todo aquello que da principio…. Siendo Él perfecto, ¿no debería estar precedido de los más perfectos cumplimientos con el fin de que pueda extraer su substancia de la plenitud y la abundancia? ¿No sería necesario – después de todo – para comprender y contener todo? ¿Qué sentido tendría nuestra búsqueda si Aquél a quien buscamos perteneciera ya al pasado.[5]

CARTA VI

Y si a usted le da miedo y le atormenta pensar en la niñez y en lo sencillo y silencioso que va con ella, porque usted ya no puede creer en dios. Que aparece allí por todas partes, entonces pregúntese, querido señor Kappus, si realmente ha perdido a Dios. ¿No es más bien que todavía no le ha poseído nunca? Pues ¿cuándo tendría que haberle poseído? ¿Cree usted que un niño pude tenerle en brazos, a Aquel que los hombres sólo llevan con fatiga, y cuyo peso aplasta a los ancianos? ¿Cree usted que quien realmente le tiene podría perderle como una piedrecilla, o no cree usted también que quien le tuviera sólo podría ser perdido por Él? Pero si usted reconoce que no estaba en su niñez, y tampoco antes, si presiente que Cristo se engañó por su anhelo y Mahoma por su orgullo, y si siente usted con espanto que tampoco está ahora en esta hora en que hablamos de el, ¿Qué le justifica entonces para echar de menos como alguien pasado a quien nunca estuvo y buscarle como si hubiera perdido? 

¿Por qué no piensa usted que Él es el que viene, el que surge desde la eternidad, el futuro, el fruto de un árbol cuyas hojas somos nosotros? ¿Qué le impide a usted proyectar su nacimiento hacia los tiempos venideros y vivir su vida como un día doloroso y hermoso en la historia de una gran preñez? ¿No ve usted entonces cómo todo lo que ocurre vuelve a ser principio, una vez y otra? ¿Y no podría ser su principio, si el principio es siempre tan hermoso en si? Si el más perfecto, ¿no debe haber algo más escaso antes que él, para que él se pueda seleccionar a partir de la plenitud y el rebose? ¿No debe ser él el último, para abarcarlo todo en si, y qué sentido tendríamos nosotros si el que anhelamos ya hubiera sido?[6]

Una vez mostrada la evidente diferencia entre las tres versiones, propongo que ahondemos un poco en las complejidades que entraña la labor del traductor, y cómo el lector puede responderse ciertas dudas; o plantearse ciertas preguntas.

La traducción, según Walter Benjamin, es un ‘lenguaje a mitad de camino entre la teoría y la obra literaria’[7]. Es decir, no podemos hablar de la traducción como una práctica acotada, sino como una suma de procesos hermenéuticos orientados a la reproducción de una experiencia de sentido. Intentar decir ‘lo mismo’ en un idioma que en otro.

Una de las metáforas recurrentes para referirse a un proceso de traducción es la del viaje: existe un punto de partida y un punto al que se quiere llegar. Hay un documento ‘original’ a punto de reproducirse. Es el traductor quien emprende una labor intermediaria para que el proceso se lleve a cabo. Pero, ¿a qué debe atender un traductor? ¿Cuáles son sus responsabilidades? ¿Se convierte en ‘coautor’ de la obra que traduce? 

En principio, la herramienta de la que dispone el traductor es el texto. Muchos traductores olvidan que el texto es, por antonomasia, un dispositivo de producción de sentido y de significados que se pone en marcha en cada lectura. El traductor atiende a una doble responsabilidad: la de lector y la de intérprete. 

Hans George Gadamer, piensa que cuando se traduce una obra de arte literaria de un idioma a otro, no basta con la ‘legibilidad’ de la traducción. Desde el punto de vista de Gadamer, no existe diferencia significativa entre una ‘buena’ y una ‘mala’ traducción. Para él, la lectura y la traducción son actividades equivalentes, ya que ambas permiten que el lector participe activamente de la inauguración de sentido frente a la obra literaria:

La lectura y la traducción vienen a ser «interpretación». Ambas crean una nueva totalidad textual, hecha de sonido y sentido. Ambas logran hacer una transposición que raya con lo creador. Se puede arriesgar la siguiente paradoja: cualquier lector es un medio traductor. ¿En el fondo, no es, de veras, el mayor milagro el que, en fin, se pueda superar la distancia entre las letras y el habla viva, incluso cuando «sólo» se trate de la misma lengua? ¿No es más bien leyendo traducciones como se supera la distancia entre dos lenguas distintas? Sea como sea, la lectura supera tanto un alejamiento como el otro, el que se da entre texto y habla.[8]

¿Qué podemos exigir y esperar de una traducción? Podemos, como Gadamer, esperar que en cada texto traducido sea la oportunidad de participar en una experiencia que es, al tiempo, de creación y de recuerdo. Podemos, como Benjamin, insistir en que el traductor está obligado a inaugurar un lenguaje a mitad de camino entre la obra y la teoría.

Si somos un poco más puntillosos, cabe preguntarnos: ¿Es posible reconocer una mala traducción, aún sin ser expertos en el idioma original en que fue escrito el texto? 

Es posible, quizá, en lo que concierne a su lengua de destino: detalles de concordancia, de ortografía o de trabajo de estilo. Pero, cuando nos preguntamos por el sentido de lo que decimos, intuimos que ese sentido está siempre en suspenso, afuera, a espera de interpretarse (o traducirse): 

Hoy sabemos bien, gracias a Gadamer, Rorty y otros héroes del giro lingüístico, que las suposiciones que utilizamos al conversar o al debatir, lo que damos por sentado, son exteriores al discurso explícito y que la efectividad del propio discurso descansa precisamente en su capacidad de mantener al margen todos los supuestos que arrastra. Hoy sabemos que muchas veces lo que nos convence es, precisamente, lo que no se dice, lo que, desde su silencio, habla. Y en esa “exterioridad”, ese afuera, no es independiente del lenguaje y de los acuerdos tácitos que negocia cada cultura, acuerdos que tienen a su vez naturaleza histórica y cuya transformación es función de conversaciones, debates, y, fundamentalmente, traducciones.[9]

Es gracias justamente a lo que sospechamos, pero no decirnos, que podemos reinventar siempre los espacios en resistencia de la traducción, la conversación, y la lectura.

La conclusión es clara, si no tenemos la posibilidad de leer un texto en su idioma original, debemos correr los riesgos de la interpretación del traductor. No por bella que sea la edición o lo cuidado del texto, está garantizada una fiel reproducción de la imaginación del autor primario. Un lector atento debe revisar quien hace la traducción, si la hizo directa del idioma original y, quizá, experiencias anteriores con la editorial. Solo así podremos estar un poco más seguros de que leímos lo que decimos que leímos.



[1] Rilke, Rainer Maria. Cartas a un joven poeta. Traducción de Alma Alicia Martell. México, D.F. Colofón-Gandhi . p.16.

[2] Rilke, Rainer Maria. Cartas a un joven poeta. Traducción de Bernardo Ruiz. México, D.F. Fontamara, 2008. p. 18.

[3] Rilke, Rainer Maria, Cartas a un joven poeta. Traducción de José María Valverde.  Madrid, Alianza Editorial, 2006. p. 27.

[4] Rilke, Rainer Maria. Cartas a un joven poeta. Traducción de Alma Alicia Martell. México, D.F. Colofón-Gandhi . pp.41-42

[5] Rilke, Rainer Maria. Cartas a un joven poeta. Traducción de Bernardo Ruiz. México, D.F. Fontamara, 2008. Pp.46-47

[6] Rilke, Rainer Maria, Cartas a un joven poeta. Traducción de José María Valverde.  Madrid, Alianza Editorial, 2006. pp.69-70

[7] Benjamin, Walter. “La tarea del traductor” (1923). [en línea] Editor Gabriel Pulecio
[8] Gadamer, Hans-Georg. Leer es como traducir. En su:  Arte y verdad de la palabra. Trad. José Francisco Zúñiga García. [en línea] < http://bibliotecaignoria.blogspot.mx/2012/03/hans-georg-gadamer-leer-es-como.html> [consulta: 06 septiembre 2012]

[9] Arnau, Juan. El laboratorio frente al azar. En su: Rendir el sentido. Filosofía y traducción. Valencia. Pre-textros. 2008. p. 45.

1/9/12

"Cada quien puede describir y elegir retrospectivamente la infancia que desee". Sergio Pitol

Cada quien puede describir y elegir retrospectivamente la infancia que desee. Porque en esa época el tiempo no cuenta. Es una dimensión abierta en la que todo ocurre; los acontecimientos se desbordan como en cataratas. Se puede entretejer con ellos un rosario y otro y otro más, y aunque los resultados sean opuestos serán siempre coherentes. De cualquier modo todos sabemos que hay ciertos momentos que se grabaron para siempre y nos conformaron de tal o cual manera. Se trata nada menos que del descubrimiento y la posesión del mundo, y el niño, de cierta maligna manera, está conciente de ello. Sabe también que un día será como sus padres, sus abuelos, sus tíos; sabe que su única superioridad sobre ellos estriba en eso, en el hecho de aún ser niño, porque al serlo no comprende muchas cosas y eso no lo perturba, en cambio cuando sea mayor tendrá que tratar de comprenderlas y eso —intuye— va a producirle más de un grandísimo fastidio.