Tuve la oportunidad de ver anticipadamente Amour, película de este año, resultado de una coproducción francesa, alemana y austriaca; escrita y dirigida por el reconocido Michael Haneke; y con un reparto integrado por Jean-Louis Trintignant, Emmanuelle Riva, Isabelle Huppert, William Shimell, Rita Blanco y Laurent Capelluto.
Amour ha
sido un suceso en los festivales europeos y estadounidenses. Entre otros, ganó
la Palma de Oro del Festival de Cannes, los Premios del Cine Europeo, el del
Círculo de Críticos de Nueva York y el National Board of Review. En otras
palabras, parece la apuesta segura al Óscar a la mejor película extranjera.
En mi
opinión, la avalancha de críticas positivas no es desproporcionada. Amour es
una gran obra, de esas que nos ayudan a refrescarnos de los predecibles filmes estadounidenses y del cansino "nuevo cine mexicano".
Michael
Haneke construye una bellísima película plena de humanidad, donde nuestro
inevitable destino es el tema y la manera en que lo enfrentamos el argumento:
quizá es una película de terror. Éste es uno de los muchos ángulos desde los
que se puede vislumbrar, dado que podríamos valorarla desde el afecto, la
soledad, la senectud y llegar a conclusiones diversas.
La
historia es simple: el retrato de Georges y de Anne, un matrimonio octogenario.
No deja de ser a grandes rasgos una fotografía sobre la vejez y la muerte, en
un instante en que el deseo de vivir —o el miedo a no hacerlo— cobran una gran
importancia. Esto ya vaticina un filme fuerte y difícil de ver. Amour nos
acerca al día a día de esa unión, su complicidad, su cariño, sus disputas y,
sobre todo, a la proximidad de la despedida. Lo cotidiano se transforma cuando
los años cobran su precio y la enfermedad oscurece toda su existencia.
Como
auditorio, visualizamos lo que sucede en el domicilio conyugal; somos
infiltrados y testigos de lo más íntimo, dentro de un inusual nivel de
verosimilitud, mismo que conecta directamente con lo más profundo de nosotros,
no solo en lo emocional sino en lo visceral, logrando una catarsis que nos hace
dejar la sala con un nudo en el estómago, y eso, en el mundo de hoy, tiene
mucho mérito.
La
conclusión reafirma que las mejores historias de amor son las que no
tienen un final feliz, aunque éste se manifieste a través de la prueba más
dura, más diáfana, más dolorosa y, de ahí su belleza, más plena de
humanidad.