23/1/14

Unas pinceladas en japonés

                                                                                                                                             
Soy viajero desde niño. No hay nada que disfrute más en la vida que visitar territorios distintos a donde transcurren mis días. Si no me muevo, me petrifico.


Algo tengo por cierto: un país no se aprehende en unas cuantas semanas. Lo que sí podemos entender es cómo somos nosotros en aquellos lugares que hemos visto mil veces en imágenes, reales o virtuales. Por eso estas notas no se refieren tanto al lugar, sino a la persona que soy en él.

Hace unas semanas viajé por primera vez a Japón y, en consecuencia, a Asia. Cumplí un pendiente que tenía cuando por fuerza mayor —un terremoto, un tsunami y una amenaza nuclear— tuve que cancelar reservaciones, boletos y hasta una amistad que se molestó por mi presunta falta de solidaridad con el pueblo nipón. Así comenzó este año, con la resta de sitios por conocer antes de morir y la suma de experiencias que me dejó esta travesía.


Lo primero a destacar es que el visitar Oriente, en muchos sentidos, es como salir del mundo conocido: literalmente es otra cultura. Así, en el breve tiempo del que dispuse en las ciudades de Tokio, Kyoto, Hakone, Osaka e Hiroshima vi y viví cosas y situaciones que difícilmente se hallan o suceden de este lado del planeta. Cito algunos ejemplos:


Fue sorprendente y educativo ver el profundo sentido del orden y limpieza que impera en el espacio urbano. A pesar de que no existen los contenedores de basura públicos —debido a un lamentable suceso ocurrido hace quince años, según me comentó una guía, cuando el gas sarín depositado en los contenedores del metro causó la muerte de muchos—, no hay basura de ningún tipo en las calles. Esto obedece a la semilla que se siembra a partir de la etapa preescolar: todos, sin importar jerarquías, deben contribuir a la limpieza de su centro educativo o laboral, asumiendo tareas de toda índole.

Si pienso en una característica de lo japonés, de inmediato lo identifico con la amabilidad. Por lo menos para el sector turístico, ese deseo de servir y agradar nunca lo había percibido en otro lugar.

A pesar de tener una población casi igual a la nuestra, en un territorio mucho menor, el orden les permite que la vida fluya de manera ágil. Y qué decir de los medios de transporte tan eficaces, limpios y seguros. No obstante, la sensación de asfixia por tanta gente en algunos lugares públicos es inevitable, y el tráfico vehicular puede llegar a ser escandaloso.



La capital, de algún modo, me desilusionó: todo por culpa de las películas. Pensé descubrir una ciudad que derrochara alta tecnología, tal como aparece en los escenarios fotografiados en Lost in Translation. No fue así; la magia que ésta transmite no llega tal cual a la realidad, pues a pesar de que existe una avenida larguísima llamada Electric City —en donde abundan tiendas de computadoras, iPads, videograbadoras, cámaras fotográficas, televisores, máquinas de afeitar, entre otros productos—, las construcciones de la ciudad no son edificios de otra galaxia. Comprendí entonces que la llamada crisis del dragón devoró esa imagen fílmica, y mi deseo de caminar en medio de hologramas tendrá que esperar para otros lugares y tiempos. Al final no pude evitar la sensación de que esa atmósfera, ese Tokio popularizado por la cinta de Sofia Coppola, también se pierde en la traducción.

De hecho me sorprendió descubrir que, a la sombra de esa crisis, ha surgido un mercado muy importante de artículos de lujo de segunda mano e incluso, contrastando con la idea de honestidad de ese pueblo, fácilmente se puede adquirir piratería.


En Tokio el sexo es parte del paisaje urbano. Es común encontrar, al lado de una tienda de electrodomésticos, cafés o locales al efecto. Esta moda, percibo, es utilizada como recurso para imponer una tendencia que los identifique como modelo a seguir, derivado de un afán por contrastar con el mundo occidental. Recordando al personaje de Nabokov, destacan las llamadas “Lolitas”. Su vestuario básico se compone por una falda de tablas al estilo escocés con base en tonos claros y líneas cruzadas en blanco y negro, blusa escolar blanca y suéter negro, complementado con medias negras que llegan arriba de la rodilla y zapatitos de tacón de muñeca, en color negro. El maquillaje es otro elemento clave para estas chicas: las mejillas con abundante rubor rosa, igual que el lápiz labial. El toque final lo da el cabello, recogido en una coleta y con flequillo. Confieso que no me provocó emular al profesor Humbert Humbert.



Los hombres, por su parte, tienden a imitar el canon que define al hombre contemporáneo. Me refiero a la tendencia del metrosexual que los adolescentes, universitarios y jóvenes profesionistas han adoptado de manera exacerbada, con el uso de cosméticos para el cuidado del rostro y estilizar el cabello, además de la ropa de diseñador, ceñida y colorida.

Luego, se hace evidente que la sociedad oriental sigue teniendo como parámetro de belleza exterior el nuestro. Por el dicho de un lugareño, si tienes rasgos caucásicos y hablas el idioma, no tendrás problema para conseguir destacar. Esto a pesar de que estos valores no sean intrínsecos a su filosofía.

Es muy complicado encontrar gente obesa en Japón en razón a su cocina exenta de grasas y a su amplio consumo de verduras. Si a esto le sumamos el generalizado uso de la bicicleta, entenderemos el elevado nivel de esperanza de vida del cual gozan.

El lenguaje puede ser un verdadero problema. No sólo para el extranjero, incluso para ellos mismos cuando de leer se trata. Si tenemos claro que dicho idioma maneja dos silabarios o "alfabetos" más un cúmulo de ideogramas, entenderemos este galimatías. Según un residente, para un estudiante de primaria resulta muy difícil leer un periódico, dada la cantidad de información que tiene que memorizar. Conociendo esto, no me resultó extraño que ninguna de las tres personas a las que interrogué supiera quién era su primer ministro.


Hakone es la punta de lanza para acometer el mítico Fujisan. Recuerdo una novela de Amélie Nothomb donde destacaba la importancia que para el japonés tiene el escalarlo. Pude comprobarlo: su belleza es tal que describirlo es imposible. Esa atracción, más el deseo de afirmación, hace que aun niños de siete años caminen por más de cinco horas para llegar a la cumbre, ver el amanecer y acometer el descenso.



Kyoto es una delicia de ciudad. Basta llegar para entender el porqué tanto residente adquiere el gusto por la fotografía. Uno apunta, dispara y una foto de concurso resulta; ante tanto primor, es fácil sentirse un nuevo Cartier-Bresson. La población es distinta a la que conocí en Tokio. No sé si fue por las fechas, pero todos los templos dedicados al budismo y sintoísmo, las dos religiones más comunes, estaban a reventar, no de turistas, sino de residentes.



Aquí percibí un gran arraigo en sus tradiciones. Es común visualizar a muchos jóvenes vestidos con el popular kimono, ya sea propio o rentado. Por otro lado, un detalle que me dejó perplejo fue saber que los monjes tienen la posibilidad de heredar el cargo de su padre y quedar al frente de alguno de los cientos de templos existentes. Cuando esto no es así, llegan a ese cargo luego de una carrera universitaria de cuatro años. Es preciso mencionar que estos personajes son verdaderos profesionales del culto, pues los servicios que otorgan a particulares por plegarias se encuentran tasados y sus honorarios no son meras “gratificaciones”; esto sin contar que para cada petición en particular, como tener salud, ser mejor estudiante o encontrar el amor, debe uno acudir a un recinto específico que de una u otra manera inducen a contribuir; al estar estos ingresos exentos del pago de impuestos, ejercer la dirección espiritual en Japón puede ser una actividad muy lucrativa.

Hiroshima me dejó una fuerte impresión. Con tan sólo un museo, una plaza y un edificio en ruinas, el único que se mantuvo en pie tras la bomba y el cual los residentes decidieron conservar, es suficiente para conmoverse. A diferencia del pueblo judío, en Japón no se habla de este terrible pasaje de su historia. En el recinto en honor a las victimas, casi no se hace referencia a la criminal decisión de los estadounidenses de iniciar la era nuclear ahí.




El país es sumamente seguro. Eso se percibe inmediatamente. Uno puede caminar por el lugar que sea con absoluta tranquilidad. En este punto, quizás el más importante, el Sol Naciente es Estado de primer mundo.

13/1/14

Letras libres: rapidito y mal



Desde que tengo uso de razón —y de imaginación— me ha gustado leer revistas culturales. En mis ratos de ocio, como cualquiera que se dedique a una profesión distinta al estudio y difusión de las letras, dedico una parte de éste a procurar ponerme al corriente en el debate de las ideas. En particular, disfruto buscar recomendaciones sobre novedades literarias, ya que ante tanta oferta que hoy existe, resulta temerario lanzarse al vacío, con mi precaria formación en la materia y sin cierta asesoría, en la búsqueda de buenos textos.

Dentro de ese vasto universo he seguido con interés a la revista Letras Libres, que en enero de 2014 cumple quince años de existencia. El objetivo de la misma, como bien lo apunta su dueño, a partir de una deuda, es conquistar la herencia que dejó Vuelta, la publicación de Octavio Paz. Hasta hoy, tal meta puede considerarse incumplida: no hay ningún número o siquiera algún texto en estos tres lustros que sea digno de recordarse, no por su calidad —que no pongo en tela de juicio— sino por haber alimentado el debate público, dilucidado la verdad objetiva ocuando menos, generado las polémicas que en su momento causó la dirigida por el Nobel.

Estas sospechas se confirman de manera contundente en el número de aniversario, en donde se hace apología —y sensata crítica— a Por una democracia sin adjetivos, artículo de Enrique Krauze publicado originalmente en Vuelta. Llama mi atención que en su prólogo Tender puentes, éste se limita a alardear la lista alfabética de los autores que han colaborado, de diversas estaturas y relieves; sin embargo no recuerda un solo artículo que haya marcado la agenda que su impreso pretende generar.

Para celebrar y resaltar su vocación crítica, incurre en obviedades como generar un falso debate cultural entre Christopher Domínguez Michael y Jorge Téllez, con calificativos incluidos. Dentro de tanto, me pregunto ¿qué opinaría Octavio Paz de que su pretendida sucesora comparta, una y otra vez, colaboradores con Héctor Aguilar Camín y Nexos? ¿Será real o involuntario el raspón que da Domínguez Michael a la creciente fascinación de esa revista por las redes sociales, cuando apunta con evidente sarcasmo que "dicen que en Twitter es distinto y allí menudea el aforismo y la brevedad poética. Prometo buscarlos algún día"?

Otro aspecto a resaltar es que, en los últimos doce meses, he percibido que Letras Libres ha perdido rumbo y organización, quizá por tomar demasiado en serio el consejo que Alfonso Reyes le dio a Paz, según refiere Alberto Ruy Sánchez "recuerde sobre todo que usted es escritor. Por eso el trabajo administrativo, rapidito y mal". Más grave que su deficiente servicio de distribución —culpable de la cancelación de mi suscripción— encuentro la poca responsabilidad del editor al comisionar críticas, y sobre todo después del pobre número de agosto de 2013, Lecturas de nuestro tiempo, a un novel escritor que, por su limitada experiencia no puede calificarse como tal, o por lo menos acometer sin argumentos sólidos un texto de un autor tan reconocido.

Así, en el número de noviembre de 2013, aparece Amor en la guerra, una reseñita escrita por Emiliano Monge, sobre la novela "14", de Jean Echenoz. Para él, a pesar de que el autor "...Mantiene su inconfundible estilo lacónico y preciso y construye la historia con los mismos elementos con los que ha construido todas sus historias: el instante que lo cambia todo, la desaparición, la mudanza geográfica, los avatares identitarios, el triunfo de lo inesperado y esa extraña suerte de resignación que se hinca ante todo salvo ante sí misma", éste "...no consigue que esta retahíla de virtudes se conviertan en acierto." Debo aclarar que no cuestiono sus gustos literarios, sin embargo considero que una crítica debe ser más objetiva y sustentada, y no contener perlas como esta: "...El lector se ve obligado a enfrentarse a demasiadas páginas fallidas", cuando nos encontramos con un libro de tan solo 104 páginas. Pobres de nosotros, huyan de esto, parece advertirnos Monge, y solo nos queda, si en él confiamos, reconocerle su labor al alejarnos de un pésimo texto.

Adoptando una postura claramente opuesta a lo que opina Christopher Domínguez sobre el adecuado quehacer del crítico literario —lentitud de lectura, retardar el dictamen, añejarlo lo más que se pueda, hasta el punto que se lo permita su necesidad de vivir de lo que escribe u opina— Letras Libres decide publicar una crítica apresurada y con sesgo. Menuda contradicción.

En contraste con las opiniones antes vertidas, diversas publicaciones y blogs culturales, como Babelia y el de José Luis Ibánez, ubican al último libro del francés entre lo mejor del año, y personajes prominentes han mostrado una postura favorable. Iván Thays nos dice que "...es una de las más importantes de este reentré literario español (…). Echenoz es uno de los pocos autores que jamás defraudan". Por su parte, Enrique Vila Matas encuentra que la novela "Contiene una breve pero densa meditación sobre el destino de las generaciones. Si otros novelistas necesitan centenares de páginas para contarnos cómo se destruye el mundo, a Echenoz le han bastado 15 breves capítulos para dejarnos dolorosamente alucinados ante la gran carnicería del 14".

A esta voz se suman otras que le califican de "fulgurante, precisa, grave” (Nathalie Crom para Telegrama); de una “prosa elegante y sobria.” (El Imparcial); que "En 14 la guerra destruye lo que el libro cose. En ese sentido, el ejercicio de estilo es, como la muerte, un acto del corazón". (Libération); o, de acuerdo a Peio H. Riaño, "A Echenoz no le interesan los movimientos tácticos, ni los grandes generales, ni vivir la experiencia, él es un especialista en resucitar muertos para que vuelvan a contarnos sus calamidades" (El Confidencial).

Que Letras Libres se aventure a publicar una opinión contraria sin razones de peso no es audacia y transgresión, sino mera irresponsabilidad. Mucho me temo, por lo menos en este caso, que esto se ajusta a la perfección con el panorama que describe Fernando Escalante

"Cientos de miles de títulos cada año, grandes premios, elogios desorbitados, un nuevo Thomas Mann, un nuevo Cervantes cada tres meses, contratos millonarios, tirajes de muchos ceros —y es difícil encontrar nada que valga la pena. No en las mesas de novedades, por lo menos. Imposible orientarse en el conjunto: ¿qué pasa, qué ha pasado? ¿De dónde viene esto? (...) Se ha roto la confianza que había en la crítica de libros. Hasta hace poco, algunos años, los periódicos serios tenían un suplemento de libros que había que leer, y las revistas tenían una sección de crítica. Servían para que uno conociera nuevos autores, para tener una idea de lo que estaba en circulación. Y para apreciar incluso a los más conocidos. Ningún autor, y desde luego ninguno de los que escriben una novela cada año, o cada dos años, tiene una producción homogénea —la crítica sirve, o servía, para decir eso, y explicarlo. Ya no. Salvo un par de excepciones, la crítica ha desaparecido. Los suplementos que sobreviven son folletos publicitarios, sin ningún interés".